28 may 2008

Leer la lectura

Rafael Fauquié

“La mayor parte de los acontecimientos
son indecibles y más indecibles que todo son las obras de arte,
existencias misteriosas cuya vida perdura,
al contrario de la nuestra, que pasa”.
Rainer María Rilke

Al leer nos familiarizamos con la experiencia de otros. Nos comunicamos con las ideas y la imaginación de otros. Dialogamos con las palabras que otros escribieron; las hacemos nuestras. Leer es, también, aprender de nosotros mismos: paulatinamente nos identificamos con determinadas literaturas y determinados autores; nos acercamos a los símbolos de una particular escritura. La lectura es un lento autoconocimiento, un aprendizaje y un arte que los años decantan.


Mi aprendizaje lector fue arduo y contradictorio. En mi juventud recuerdo haber frecuentado muchos autores mediocres. Cuando leo las referencias de escritores a los libros que tempranamente comenzaron a acompañarlos, no deja de admirarme la impecable pulcritud de autores y libros recordados. No fue mi caso: mi aprendizaje literario llegó muy lentamente y, sobre todo, a partir de la experiencia de los años universitarios. En la carrera de letras que escogí, empecé a sistematizar más mis lecturas. Descubrí, quizá sobre todo, la actual literatura latinoamericana: Borges, Sábato, Vargas Llosa, Cortázar, Lezama Lima, Carpentier; también escritores anteriores: Gallegos, sobre todo; Arguedas, Alegría... Percibí la América Latina como un espacio común evocado por una misma palabra y una misma historia. Desde entonces nunca me ha abandonado un fuerte sentimiento latinoamericanista: imagen de algo muy particular que somos todos los que vivimos en esta parte del continente. Otros autores que descubrí con entusiasmo en esa época fueron Hermann Hesse y, sobre todo, Kafka. La autenticidad dibujada en la independencia de ese ser extraño y a la vez comprensible que era el lobo estepario, me parecía una meta indudable. De Kafka, me acompañaron largo tiempo sus negras alegorías, sus indescifrables absurdos, sus personajes subterráneos: reflejos de una visión siempre posible del universo humano. Existen diversas metáforas para dibujar la visión del mundo —y del hombre dentro del mundo— y Kafka había dado con una de ellas.

(Una de las que, andando el tiempo, se convertiría en la que quizá sea mi mayor devoción literaria —Borges— no me atrajo especialmente cuando empecé a leerlo. Sus cuentos, lo que mejor conocí de él en un principio, me parecieron intelectualistas, fríos. Sin embargo, a lo largo de los años y en lecturas que acompañarían mi propia escritura, Borges iría haciéndose, cada vez más y más, revelación. Su capacidad de decir las cosas más profundas y expresivas con la mayor economía de palabras, su ejercicio de la palabra perfecta —la que existe en su exacto lugar y en su exacto momento— me revelaron el poder extraordinario de la literatura).

En silencio, en soledad, el hombre mira a su alrededor y busca las palabras que le permitan nombrar las cosas. La curiosidad y la sabiduría del mundo interior son las de la mirada y la palabra. Ensimismarnos en ellas es la odisea particular de cada quién: viaje al fondo de nosotros mismos. Todos somos un parcial espejo del universo; al ensimismarnos nos conocemos mejor y, por ello, reconocemos el mundo: nuestra lucidez al contemplarnos será, también, nuestra lucidez al contemplarlo. En ese ensimismamiento los libros nos acompañan, como espejos. En ellos nos descubrimos. En ellos (re)conocemos nuestros rostros.

Por la lectura un alma, desde el rincón de su subjetividad, se asoma al mundo y, en él, busca signos donde reconocerse y espacios donde definirse. Los escritores imprescindibles son aquéllos que escriben la memoria del tiempo, los que conocen los lenguajes de la razón y la locura. Su poder es su palabra: con ella comulga la tribu, en ella se reconoce su época. Los tiempos se reflejan en las palabras de los grandes poetas. Y es que la dignidad de esas palabras es, de muchos modos, la dignidad del hombre.

Hay autores imaginativos y hay autores razonadores. El imaginativo escribe mundos, el razonador describe el mundo. De la fantasía del imaginativo brotan las imágenes que dibujarán nuevos universos. De la inteligencia del razonador nacen los dibujos que expresan este universo nuestro. La literatura, la palabra contenida en los libros que esos autores escriben nos permite alcanzar una plenitud que, a veces, nos niega la vida. Esa es la fuerza extraordinaria de los libros. Esa es la importancia del arte de las palabras; como todo arte, una postulación del conocimiento; de la más auténtica de sus formas: la de la sensibilidad inteligente, la de la inteligibilidad del universo a partir de nuestros sentimientos y nuestra capacidad de sentir, de decir, de imaginar...

Fuente:http://www.letralia.com/127/articulo02.htm



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