14 jul 2008

Apología de las bibliotecas



Víctor Orozco
Historiador


Aparte del disfrute vivencial que proporcionan las bibliotecas, tal vez ningún recinto ofrece a los individuos esta sensación suprema de entenderse dueños de sí mismos.

Allí, en presencia de sabidurías congregadas a lo largo de las centurias y los milenios, está uno en posibilidades de advertir la infinita capacidad para crear, inventar e imaginar que ha tenido el hombre y también de la función liberadora que ha jugado el conocimiento, emancipador por antonomasia. Es por ello que han sido enemigos de las bibliotecas los fanáticos, los intolerantes, los tiránicos y los imbéciles.

Pero la biblioteca no sólo agranda el espíritu, también y al mismo tiempo, ayuda a poner en su sitio a los vanidosos y petulantes, pues si son perspicaces, les hace ver la modestia e insignificancia de lo que saben en comparación con la grandeza e inconmensurabilidad de lo que ignoran. Jorge Luis Borges advertía esto en bellas palabras cuando escribiendo sobre la biblioteca de Alejandría decía:

“…el hombre que quisiera agotarla perdería la razón y los ojos temerarios”

Las bibliotecas han sido piezas claves en la constitución de las identidades colectividades. Quizá una de las decisiones más certeras entre las tomadas cuando las sociedades dan sus primeros pasos ha sido el iniciar la formación de una biblioteca.

A contrario sensu, una de las más gravosas calamidades, cuyos efectos se resienten con mayor intensidad en el largo plazo, ha sido la destrucción o dispersión de los libros y documentos. Todavía, a muchos siglos de distancia, nos lamentamos de los infaustos actos de barbarie ejecutados por conquistadores como el incendio de la biblioteca de Alejandría por cristianos primero y por musulmanes después. Uno de éstos, se recordará, fue el Califa Omar quien pasó a la historia no por sus conquistas sino por la atroz sentencia que pronunció cuando ordenó el incendio:
“Si esos libros dicen lo mismo que el Corán son inútiles y si dicen algo diferente, son perniciosos”.

De la misma forma, no acabaremos nunca de dolernos y resentirnos por las piras que sistemáticamente hicieron los frailes con los códices prehispánicos, dejando a un pueblo entero sin las señas de su memoria colectiva y lo que es peor, reduciendo al mínimo las posibilidades de desplegar sus potencialidades sobre la base de la acumulación de sus experiencias y sus saberes pasados. Muy otros serían el conocimiento y la concepción que tendríamos de los pobladores y sociedades prehispánicas de este continente, si estuvieran en nuestras manos todos los documentos guardados en los amoxcalli, el equivalente de las bibliotecas y archivos modernos.

Menos de dos decenas de estos documentos llegaron hasta nuestros días, es decir, apenas un minúsculo vestigio de la producción intelectual de las antiguas civilizaciones mesoamericanas. Hasta hoy, esta empresa de aniquilación de todo tipo de testimonios, entre ellos los escultóricos, gráficos o pictóricos se encuentra entre los mayores actos de inhumanidad que ha sido ejecutado, en nombre de dogmas religiosos. En contrapartida a la destrucción de códices y demás evidencias culturales indígenas, se destaca la ingente labor de misioneros y dignatarios eclesiásticos para fundar en territorio americano bibliotecas o repositorios de libros, traídos de Europa, puesto que en tierras americanas estuvo siempre prohibido publicarlos. Entre las mayores de aquellas que han llegado hasta nuestros días, está la magna Biblioteca Palafoxiana, ubicada en la ciudad de Puebla.

En la era de la electrónica, parecería que mucho de los roles tradicionales de las bibliotecas han desaparecido o estarán por desaparecer. Hoy, sin salir de nuestra casa podemos consultar inacabables fuentes de información, que cada día crecen de manera exponencial. No pasará largo tiempo, sin que operen sistemas electrónicos que nos permitan acceder a cada uno de los 25 millones de libros que alberga la Biblioteca Británica o los 30 millones de la Biblioteca del Congreso o quizá podamos ver en versión digital a los millones de documentos del Archivio Segreto Vaticano y de la Colección Lafragua de la Biblioteca Nacional de México.

Lo que se habrá transformado, en cualquier caso, serán las vías de acceso al conocimiento, con su multiplicación. Tenemos a nuestro alcance tal cantidad de datos y posibilidades de combinación de los mismos, que el hecho puede llegar a abrumarnos, antes de que escribamos una línea. Sin embargo, el desafío fundamental y de mayor complejidad que enfrentan creadores y científicos, es el mismo que tuvieron Plutarco, Víctor Hugo, Carlos Marx, Carlos Darwin, María Curie, Alberto Einstein o Gabriel García Márquez, es decir, dar cima a una obra en la que su valía se determina en forma decisiva por el enlace y la simetría de todos sus elementos, a la manera de las escalinatas ideadas y edificadas por Miguel ángel en la plaza del campidoglio romano. Esto es, a nuestra disposición se encuentran miles o millones de ladrillos de las más variadas formas y contexturas para levantar la casa, pero el resultado último, su funcionalidad, su disponibilidad para acogernos y sobre todo su belleza dependen del genio del arquitecto-escritor.
Lo que se está abriendo es un mundo de nuevas posibilidades, en el cual se combinan las tradicionales bibliotecas, existentes desde tiempos inmemoriales, con las bibliotecas digitales y las gigantescas bases de datos o redes de información. Cada cual está jugando su propio rol y todos son complementarios.

Ciertas de estas amalgamas se manifiestan en la evolución de las palabras, empleadas para designar conceptos diferentes, aunque lejanamente emparentados. Por vía de ejemplo, una de ellas es el colofón, originalmente un gentilicio aplicado a los integrantes de un pueblo habitante del extremo de la península helénica. Los colofones, buenos mineros de su tiempo surtían de plata a las otras colectividades y eran los últimos antes de llegar al mar. De allí se tomó el nombre para los parágrafos que incluyen ciertos datos de identificación de un libro colocados en su última página. Ahora, en internet se ha difundido la costumbre de escribir “colofones” –TagLines en inglés- como se les llama a estas frases ingeniosas, que por millones colocan los cibernautas al final de los mensajes. Casualmente ayer me llegó un colofón en un correo, con el cual cierro: “Antes de internet era una isla, ahora soy una península”.

Fuente: http://www.diario.com.mx/nota.php?notaid=2a0a3a0a6af6727a8f1890169e1171f9

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