17 dic 2008

Poseídos por los libros: dos bibliómanos extremos


Mariano González AchiBuenos Aires, Argentina

Un bibliófilo es dueño de sus libros, un bibliómano es su esclavo. Esta diferencia crucial de relacionarse con los libros marca también la frontera entre salud y enfermedad. Límite que también se atraviesa con facilidad. Todo bibliómano fue en algún momento un bibliófilo, pero su fascinación por los libros fue creciendo hasta hacerse inmanejable. Considerada por la psiquiatría como un trastorno obsesivo compulsivo la bibliomanía tiene síntomas muy concretos. La frecuencia cardiaca del bibliómano se acelera al pasar por una librería de viejo y no puede evitar comprar de manera indiscriminada libros, que por otro lado ni siquiera lee. Tampoco puede resistirse a volver a adquirir su novela preferida cada vez que se cruza con ella, aunque tenga en su poder una veintena de la misma edición.


La historia registra un puñado de bibliómanos excepcionales, personas que sucumbieron mentalmente por los libros y a partir de ese momento fueron capaces de cualquier cosa
Sir Thomas Phillipps (1792- 1872) es un caso paradigmático, Tuvo la desgracia de heredar una importante fortuna que aceleró su bibliomanía y que fue vertida en su totalidad en subastas y anticuarios. "No tengo capacidad para seleccionar" aclaraba, intentando explicar su acopio desmesurado de libros y manuscritos. A pesar de que habitaba una mansión pronto se quedó sin paredes donde almacenar sus preciados ejemplares. Las nuevas adquisiciones que llegaban a diario, se amontonaban formando temblorosas pilas, murallas y pirámides en cada una de las habitaciones de la casa. Su esposa y sus hijas tuvieron que exiliarse en un ambiente pequeño y acostumbrarse a caminar esquivando las cajas con libros que su marido no tenía tiempo de abrir.


Phillipps estaba convencido de que era un benefactor, que con sus compras compulsivas salvaba de la destrucción a miles de importantes obras. Por ese motivo se tomaba muy en serio su infinita y desorbitada misión, que lo llevaba a afirmar con total tranquilidad cosas como: "quiero una copia de cada libro que se haya escrito". Su retrato más difundido lo muestra acompañado por uno de sus mejores amigos. Phillipps aparece sentado con gesto de incontenible orgullo mientras sostiene un inmenso volumen que monstruosamente parece ser un apéndice de su propio cuerpo.


Los años y su locura acaparadora lo convirtieron en un hombre intratable. Su familia y personas cercanas a el lo describían como apático, intolerante, egoísta, terco, autoritario y poco comunicativo. Presintiendo la cercanía de la muerte, se preocupó sobre el destino de su tesoro de papel. Su deseo era mantener su dominio aun desde el mas allá. Después de pensar detenidamente como resolver el problema elaboró un plan y terminó consintiendo el traslado de su colección a la Biblioteca Británica bajo una serie de condiciones absurdas. El alucinado bibliófilo pretendía que luego de su deceso solo unas pocas personas (muy pocas) tuvieran acceso a su biblioteca. Su hija y su yerno, por ejemplo, lo tenían prohibido por expreso, así como también cualquier persona de religión católica, que despreciaba.

Paso más un siglo para que la voluntad de Phillipps fuera desobedecida por completo y cualquier investigador pudiera posar sus manos sobre la que se considera la biblioteca más importante que alguna vez haya sido amasada por un bibliómano. Recién en 1977 el último grupo de libros se desprendió de la tutela de los herederos de Phillipps para pasar a una biblioteca pública. Pero durante muchos años su legado fue considerado como un bibliotafio, es decir un cementerio de libros. Un santuario exquisito, inalcanzable para la mayoría de los mortales.


Pero, ¿qué pasa con aquellos que no poseen un capital para motorizar su compulsión? Para aquella clase de bibliómanos que carecen de dinero, solo existe una salida: el robo, única manera de conseguir aquellos libros que necesitan poseer con desesperación.


Agrupados bajo la etiqueta de bibliocleptomanos, son los integrantes de un silenciosa categoría de número incierto que, desperdigados por todo el planeta, representan la presencia más temida por bibliotecas, universidades y museos. Cada uno de ellos es, además un ilusionista, con capacidad de hacer desaparecer un objeto rectangular macizo ante decenas de personas sin despertar sospecha alguna.


Desde la edad media, los ladrones de libros se multiplicaron como una plaga. Fue entonces que muchas bibliotecas decidieron colocar un cartel intimidatorio, una suerte de antídoto que se colgaba en un lugar muy visible, como las ristras de ajos que penden de las ventanas pretenden alejar a los vampiros. Los mismos alertaban sobre una maldición que caería sobre aquel se apropiara de un libro. La amenaza era explicita y no escatimaba en graficar sus horrores.


Por lo general se leían cosas como "que el libro robado se transforme en un serpiente y te devore", o "que el ladrón se pudra y sus gusanos se alimenten de sus heridas". Asimismo, se popularizo el cartel de Hai Excomunion, pensado para disuadir a potenciales ladrones católicos. Si no devolvían el libro su justo e ineludible castigo seria arder en el infierno.


Muchas veces, los ladrones compulsivos de libros son bibliotecarios, de manera que pueden llevarse lo que desean durante años, si es que alguna vez no son descubiertos. Se los considera bibliómanos porque no pretenden hacer un negocio con lo robado. Ninguno tiene interés en venderlos, sino en convertirse en su único dueño, con la seguridad de que nadie más podría apreciarlo tan bien como ellos. El libro robado se convierte entonces en un objeto de culto personal. Su existencia mediocre y multitudinaria ante personas que no saben apreciarlo lo suficiente ha terminado. El libro ha sido rescatado.

Así, pensaba el teólogo alemán, Dr. Elois Picher, quien no se contentaba con tener libre acceso a los libros que le interesaban, sino que necesitaba tenerlos a su disposición todo el tiempo, únicamente para el. Siendo empleado de la Biblioteca Publica Imperial de San Petersburgo, en Rusia, Picher se llevo un promedio de cuatro libros por día (de 1869 a 1871) aprovechando la facilidad que su trabajo en ese lugar le otorgaba. Su modus operandi consistía en asistir dentro de un holgado y grueso sobretodo, que tenía un bolsillo interno secreto, donde se podía esconder su contrabando diario sin que ninguno de sus compañeros lo notara.


Como suele suceder en estos casos, la desaparición crónica de libros es investigada a fondo y el responsable identificado. El punto débil de los cleptobibliomanos es siempre su botín, el cual nunca guardan en otro lado que no sea su casa, por miedo a que se lo roben. Los 4.000 motivos para incriminar a Picher estaban a lo largo de su living, organizados por orden alfabético. Luego de ser condenado, el teólogo fue enviado a la lejana Siberia, sin el sobretodo.


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