Por: RafaelIbañez el Lun
No es precisamente nostalgia lo que siento al recordar aquellos
tiempos afortunadamente ya pasados.
Nuestra biblioteca era entonces un
minúsculo reducto nada funcional, con unos fondos sumamente exiguos
organizados en unas estanterías de acceso cerrado que separaban las
salas de lectura de adultos y niños. Si bien las mañanas eran
relativamente tranquilas —oportunas para revisar albaranes, catalogar,
organizar fichas, revisar catálogos editoriales…—, las tareas que nos
ocupaban las jornadas vespertinas eran fundamentalmente dos: atender el
servicio de préstamo (manual, por supuesto) y hacer fotocopias. Y acaso
era ésta última la más frustrante: páginas y páginas fotocopiadas para
que los usuarios —fundamentalmente escolares— realizasen sus pequeños
trabajos académicos, más o menos afortunados.
Lo cierto es que aquello
me parecía muy poco enriquecedor: por supuesto, para mí, obligado así a
realizar una tarea repetitiva hasta el absurdo (toda una tarde
fotocopiando reiteradamente las mismas páginas); pero sobre todo para
los niños que, de esta manera, copiaban los contenidos sin, en muchos
casos, comprender lo que transcribían.
Han pasado ya muchos años de esto y, lógicamente, las nuevas
tecnologías han introducido modificaciones en los procesos. Pero los
principios que impulsaban esta práctica no parecen haberse modificado en
exceso. La biblioteca abandonó aquellas minúsculas instalaciones para
expandirse hasta convertirse en una red urbana con (de momento) casi una
decena de sucursales, todas ellas dotadas de servicio público de acceso
a Internet.
De esta manera, ahora son muchos los niños que —en lugar de fotocopiar páginas de las enciclopedias y el resto de las obras de
referencia existentes en las salas— imprimen lo que encuentran en la
Red, en muchos casos igualmente sin preocuparse por comprender lo que
transcribirán en sus trabajos de clase.
Con estas nuevas tecnologías, es
verdad, quienes trabajamos en una biblioteca nos hemos liberado (al
menos en parte) de aquella absurda tarea de copista, pero no de nuestras
obligaciones a la hora de formar a los usuarios en la búsqueda de
información. De ahí que, por ejemplo, resulte sumamente interesante la
proliferación de tutoriales para la búsqueda en Internet, tanto destinados a los niños como a los adultos.
Personalmente creo, sin embargo, que la facilidad de acceso y
redistribución de la información que proporciona Internet convierte a la
Red en una magnífica herramienta para obviar el esfuerzo intelectual.
Antes, cuando para realizar un trabajo escolar había que gastarse algo
de dinero para pagar las fotocopias y, posteriormente, invertir tiempo y
esfuerzo físico en transcribir lo fotocopiado, los usuarios realizaban
alguna lectura crítica previa de las fuentes utilizadas, siquiera
impulsados por el objetivo del ahorro y el mínimo esfuerzo.
En cambio
hoy, cuando les basta con utilizar un par de comandos para copiar y
pegar los textos que hallan en Internet, sienten una menor necesidad de
calibrar y valorar la información que van a utilizar, de manera que —con
cierta habilidad— son capaces de presentar sesudos trabajos
aparentemente muy bien documentados, pero que apenas les dejan huella de
conocimiento alguno.
Lamentablemente, todos —especialmente los profesionales— sabemos que
estas nuevas herramientas han facilitado la expansión del plagio incluso
a altas instancias del ámbito investigador, salpicando el escándalo a
renombradas revistas, reputados investigadores y hasta a significados
personajes políticos como el presidente de Hungría.
Por fortuna, estas mismas tecnologías también facilitan ahora la
identificación de citas textuales, casos de hipertextualidad y
flagrantes plagios. Como no es cuestión de incurrir en la misma falta
comento en este post, invito al lector a visitar enlaces como éste
dirigido a un texto de Manuel Gross o éste otro de Juan David Quiñónez para conocer algunas de estas herramientas.
Al margen del plagio, Internet está fomentando otra práctica entre
algunos docentes que, insatisfechos con los libros de texto existentes
en el mercado, optan por reelaborar su propio material didáctico para
impartir la asignatura correspondiente. No me refiero a esos profesores
que, como algunos de antaño, optan por escribir su propio manual y que,
en algunos casos —especialmente, en la Enseñanza Superior—, terminaban
por ser conocidos por el apellido de su autor (yo mismo empleé alguno de
esos manuales, como “el Palacio”
durante mis estudios universitarios).
Aludo a aquellos profesores que, copiando textos de aquí y de allá,
elaboran su propio temario curricular a modo de dossier, con el que sus
alumnos tendrán que bregar si aspiran a obtener calificaciones
positivas. Estos profesores, acaso “fotocopiadores compulsivos” en su
infancia, han encontrado en Internet y la práctica del clipping
un camino para controlar más exhaustivamente los contenidos docentes
que proporcionan a sus alumnos, si bien la originalidad de su esfuerzo
se limita a la selección de las fuentes.
Por el tono de mi escrito creo que es fácil colegir que no encuentro
esta práctica nada enriquecedora, que lo único que consigue es apabullar
a los estudiantes con gran cantidad de datos y conocimientos sin
procesar, y algunos argumentos esgrimidos por estos profesores (“los
libros de texto son muy caros”) me parecen un fraude absoluto, por
cuanto imprimir y/o fotocopiar semejantes tochos de papel termina
resultando a lo largo de un curso mucho más caro, mermando por otro lado
los ingresos de las editoriales, lo que redunda finalmente en el
incremento del precio de los manuales impresos.
El problema del precio de los manuales académicos y libros de texto
da para mucho, y no es éste el asunto que deseo tratar en este momento.
Pero resulta muy significativo que algunos editores hayan detectado el
riesgo que la mencionada práctica suponer para su industria y hayan
decidido contraatacar.
Y lo han hecho de manera positiva: no echando
sobre estos docentes los perros de presa de las sociedades de gestión de
los derechos de autor, sino aplicando la imaginación para crear una
nueva vía de negocio. Han surgido así iniciativas como MIYO (Make It Your Own: “háztelo tú mismo”), plataforma creada por la editorial de libros universitarios en abierto Flat World Knowledge,
sistema que permite transformar un libro de texto tradicional en un
canal de aprendizaje adaptable mediante la combinación de una
arquitectura digital con un modelo de licencia de código abierto que
otorga la facultad y el derecho de modificar, mezclar y compartir los
contenidos, eliminando capítulos o secciones, añadiendo notas y
ejercicios, insertando vídeos e hipervínculos, incorporando otros
contenidos abiertos, subiendo documentos de Word y PDF... para utilizar
bajo una licencia Creative Commons. El resultado final permite a
los estudiantes leer un libro online o comprarlo en formato de bajo
costo: encuadernado en rústica, ebook...
Tampoco las editoriales más tradicionales han permanecido impasibles. AcademicPub
permite combinar los contenidos autorizados (unos de pago, otros en
abierto) de 21 editoriales con los aportados por el propio docente para
crear un nuevo producto editorial listo para distribuir a los alumnos en
formato digital —mediante un simple enlace web— o impreso.
Iniciativas como éstas, que no se limitan al ámbito académico —buena prueba de ello es BookRiff—
suponen un procedimiento novedoso para una práctica antigua que plantea
no pocas cuestiones al bibliotecario, cuyo papel tradicional se diluye
así un poco más. Pero, en cualquier caso, herramientas como éstas
mantienen el control sobre el producto final fuera del alcance del
usuario final. Existen, no obstante, iniciativas que otorgan ese control
al lector, permitiéndole crear su propio libro personalizado.
El potencial que ha puesto Wikipedia al alcance de
cualquier usuario, en especial para el campo de la lectura y de la
educación es enorme: es posible generar libros temáticos
redistribuibles, desde historia a matemáticas. Ahora lo que hace falta
es que no haya espabilados que intenten hacer negocio con el trabajo del
resto, pretendiendo vivir de lo cooperativo y gratuito sin darle valor
añadido, o intentando hacer curriculum falseando méritos de
publicaciones, que de todo hay.
Fuente
http://www.biblogtecarios.es/rafaelibanez/de-la-fotocopia-compulsiva-al-libro-personalizado
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