Piojos, gusanos, escorpiones, larvas de coleópteros... Son innumerables los habitantes de las páginas impresas, que se devoran, literalmente, su contenido. Pero la lucha por conservar libros y documentos nació con los libros mismos. Una aproximación al tema.
Todo lector apasionado ha tenido la experiencia: de repente, en medio del verso o el párrafo más sublime, surge un bicho que corre a través de la página para esconderse en los recovecos de la encuadernación, como quien va de una trinchera a la otra. Por lo general, en los hogares se trata a estos huéspedes con condescendencia. Sin embargo los animales bibliófagos –es decir, que se alimentan de libros, y no en un sentido espiritual precisamente– son capaces de hacer estragos. Y lo peor es que, como dicen los que saben, no se contentan con devorar sólo los adjetivos sino que engullen tramos enteros de obras que pueden volverse irrecuperables.
“Lo que hacen es convertir el papel en energía utilizable por ellos”, sintetiza Susana Pujol, jefa del Departamento de Preservación, Conservación y Restauración de la Biblioteca Nacional. Con más de novecientos mil títulos, los anaqueles del edificio ubicado en la Recoleta representan un manjar para la legión de comelibros, aunque por ahora las bestezuelas son mantenidas a raya mediante el uso de varias armas (ver recuadro). “En otras bibliotecas públicas –como la Calímaco de Cirene, que estaba en el Zoológico– he visto ‘túneles’ de larvas que atravesaban hasta siete libros consecutivos, así que es un alivio que no tengamos insectación activa acá. Lo que sí solemos encontrar todos los años son cuatro o cinco escorpiones, y eso se debe a que estamos ubicados en una zona que es su hábitat natural”, detalla la funcionaria. Los escorpiones no han hecho otro daño que asustar un poco. Igual se los rastrea y combate: a nadie le gusta mover una edición de El Principito y encontrar detrás a un arácnido en guardia y listo para atacar.
Lo inesperado se vuelve norma en esos suburbios de la actividad cultural. Como sugirió Umberto Eco en El nombre de la rosa, los confines del ámbito libresco son tierra de secretos y técnicas que tienen su propia tradición. Miles de años antes de Cristo, los fabricantes de las primeras tablas de arcilla se dedicaron a testear diferentes métodos de cocción para evitar que el clima rompiera sus materiales. Más tarde, los padres del papiro eligieron los tallos, el estado de maduración y el tipo de vegetales con que hacían sus productos; y otro tanto sucedió con los que se dedicaron al pergamino. Ya en el año 674, un edicto chino disponía que el papel debía hacerse utilizando extracto de bayas del corcho, lo que a un tiempo prevenía las plagas y ponía de mal humor a los pobres chinos, que tenían que salir a conseguir el producto. Casi podría decirse que la lucha por conservar los documentos nació con los documentos mismos.
La batalla, claro, está lejos de haber terminado. Enumerar a los habitantes de las páginas se parece a ir recordándolos, porque prácticamente todos los amantes de la lectura los han visto alguna vez. Uno es el “piojo del libro”, que en realidad no es un piojo sino un insecto de la familia Liposcelidae: son esos puntitos blancos y minúsculos –no llegan a medir más que unos pocos milímetros– que huyen de la luz cuando alguien hojea un volumen. Según asegura la bióloga Ercilia Galliussi, no se trata de organismos que necesariamente hagan daño a las hojas, porque consumen principalmente hongos y esporas. “Eso no quiere decir que sean una presencia buena, porque si están ellos significa que hay condiciones de temperatura y humedad inadecuadas”, advierte.
–Los piojos del papel, ¿pican?
–Mucha gente se queja de que “le pican”. Pero lo que ocurre es que hay especies que despiertan alergias y otras reacciones similares.
Dejando de lado a las invencibles cucarachas, las estanterías suelen alojar ejemplares de los denominados “Pececitos de Plata”. Decirles así suena poético, pero los Lepisma saccharina –insectos alargados y de brillo metálico, que tienen una especie de “colita” con tres filamentos al final– son capaces de alojarse entre los recovecos de un libro cerrado y, según algunas fuentes, pueden pasar hasta trece años raspando y haciendo agujeros. Luego están los que vulgarmente se llaman “gusanos”, como la larva del coleóptero Nicobium Castaneum. “Cuando crecen, son lo que la gente conoce como ‘cascarudos’. El adulto pone un huevo, y la larvas –que son máquinas de comer, porque deben acumular energía para poder transformarse– se largan a trazar estos surcos, muy característicos”, comenta la bióloga mientras pone sobre la mesa una novela llena de cavernitas.
Para el que viene de otro palo, uno de los misterios es de dónde sacan agua estos enemigos de la literatura. Galliussi: “Hay algunos que absorben líquido con su cuerpo, y otros lo extraen al comer. Por eso viven en ambientes húmedos”. “Y les encantan los papeles de antes –completa la restauradora Pujol– porque los de ahora tienen muchos químicos añadidos y menos celulosa. Además, antiguamente se aplicaban, durante el proceso de impresión y encuadernación, tratamientos con productos de origen animal. Eso es muy rico en proteínas. Por otra parte, si la obra es antigua es probable que haya restos de animales que vivieron ahí antes, lo que también es un recurso.” ¿Podría un ser humano alimentarse de libros? “No, no podría extraer nutrientes porque nuestro sistema digestivo no está preparado para eso”, responden al unísono las entrevistadas, algo perplejas ante la pregunta.
En La Biblioteca de Babel, Borges imaginó una sucesión de galerías hexagonales que contenían todos los libros posibles. Según calculó el matemático William Goldbloom Bloch en base a los datos que dio el propio Borges, la magnitud de esa masa bibliográfica superaría al tamaño de todo el universo (The Unimaginable Mathematics of Borges’ Library of Babel, Nueva York, Oxford University Press, 2008). Otros han llevado la reflexión más allá, sosteniendo que aun si se lograra meter a todos los volúmenes dentro de esta realidad, la presencia de una región así de densa en el cosmos generaría un agujero negro que se tragaría la totalidad de lo existente. Una cosa es segura: si en el juego ficcional se introdujera, como quien no quiere la cosa, un grupo pequeño de estas voraces sabandijas, la historia sería muy distinta. E igualmente pesadillesca.
Hay varias maneras de combatir una plaga bibliófaga. Una es poner los libros a temperaturas bajo cero durante unos cuantos meses. Ese es uno de los procedimientos más comunes en el país, aunque ciertos huevos pueden resistir y desarrollarse una vez que vuelven a recibir calor. Otro sistema es la anoxia, es decir, ubicar los libros en un ambiente sin oxígeno por un período relativamente largo. Tampoco brinda garantías absolutas: hay insectos que aguantan la falta de aire sorprendentemente bien.
El hecho de que la aplicación de químicos sea riesgosa (en ocasiones, el uso de veneno sobre material que luego se toca con las manos ha derivado en episodios que recuerdan a la famosa novela de Eco) hace que los especialistas de
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