Por: Fernando J. Pebe
Cuando me presente después de un breve saludo de bienvenida Bartolomé me asigno mi tarea diaria. Ver ahora a mi colega convertido en mi jefe, me causo una buena impresión, me dio más confianza para empezar mi carrera de bibliotecario profesional. Mi labor era catalogar todos los libros clasificados por mi colega. La papeleta de clasificación, las fichas catalográficas, las reglas de catalogación de la Library Congress bien aprendidas, y una vieja máquina de escribir “Remington”, era todo lo que necesitaba para cumplir mi importante tarea. Al principio me costó bastante trabajo dominar las vueltas de rodillo, los espacios, los puntos y las comas. Después de mucha práctica los juegos de fichas para el catálogo me salían perfectos.
Era el mes de julio, los escolares estaban en pleno exámenes de medio año y los hermanos maristas querían su biblioteca lista lo más pronto posible. El reordenamiento alfabético de las fichas catalográficas fue mi segunda tarea: fichas de autores, títulos y asuntos desfilaban como naipes por mis manos, directos al catálogo público. En quince días mi destreza para fabricar juegos de fichas era total. Bartolomé era de poco hablar y yo también, así que formamos un equipo de trabajo altamente productivo, solo había que poner el letrero de: “bibliotecarios trabajando”.
Pasado un mes de arduo trabajo me entregaron mi primer cheque. Recuerdo que por aquella época el sueldo básico era de 4,500 soles. Una fortuna para mi alicaída economía. Recuerdo que estaba entre emocionado y muy nervioso por cobrar mi primer cheque de sueldo. Nunca antes había realizado una gestión bancaria, por eso cuando ingrese a las oficinas del banco sus resplandecientes instalaciones me impresionaron, la limpieza y el orden eran de una clínica de lujo, el personal perfectamente uniformado. Después de algunos titubeos logre instalarme en la cola.
El cajero terminalista era un hombre de mediana edad, pulcramente vestido, bigotes recortados y rostro imperturbable. Cuando le toco atenderme se mostró muy amable y atento conmigo. Miro el cheque al revés y al derecho por algunos interminables segundos, yo pensaba que estaba buscando alguna razón para no pagarme. Hasta que por fin abrió la caja sacando un fajo de relucientes billetes los contó rápidamente, con la misma destreza con el que yo contaba mis fichas catalográficas. Me miró fijamente entregándome el dinero con una amigable sonrisa. Me retire del banco elogiando la buena atención de cajero, pensando que esa era la imagen que debería proyectar cuando atendiera a mis lectores.
Con mi pequeña fortuna en el bolsillo, regrese presuroso al colegio, me escondí entre los estantes de libros y saque del bolsillo con gran orgullo mi fajo de billetes, ver todo ese dinero en mis manos me causo una gran satisfacción, mientras hacia una relación mental de todo lo que me podría comprarme con mi primer sueldo. Pero cuando lo reconté me di con la ingrata sorpresa de que me faltaba un billete de quinientos soles. El muy sinvergüenza del cajero me había robado en mi propia cara. Pero eso no pareció importarme, porque había cobrado mi primer cheque de sueldo, producto de mi esforzado trabajo en una biblioteca escolar.
Bellavista, invierno del 76
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