Por: Augusto Monterros
29 sept 2011
Cómo me deshice de quinientos libros
Por: Augusto Monterros
Hace varios años leí un ensayo de no
recuerdo qué autor inglés en el que éste contaba las dificultades que se
le presentaron para deshacerse de un paquete de libros que por ningún motivo
quería conservar en su biblioteca. Ahora bien, en el curso de mi existencia
he podido observar que entre los intelectuales es corriente oír la queja
de que los libros terminan de sacarlos de sus casas. Algunos hasta
justifican el tamaño de sus mansiones señoriales con la excusa de que los
libros ya no los dejaban dar un paso en sus antiguos departamentos. Yo no he estado, y
probablemente no lo estaré jamás, en este último extremo; pero nunca
hubiera podido imaginar que algún día me encontraría en el del ensayista
inglés, y que tendría que luchar por desprenderme de quinientos volúmenes.
Trataré de contar mi experiencia. De
pasada diré que es probable que esta historia irrite a muchos. No importa.
La verdad es que en determinado momento de su vida o uno conoce demasiada
gente (escritores), o a uno lo conoce demasiada gente (escritores), o uno se
da cuenta de que le ha tocado vivir en una época en que se editan
demasiados libros. Llega el momento en que tus amigos escritores te
regalan tantos libros (aparte de los que generosamente te pasan para leer
aún inéditos) que necesitarías dedicar todos los días del año para
enterarte de sus interpretaciones del mundo y de la vida. Como si esto fuera
poco, el hecho es que desde veinte años mi afición por la lectura se vino contaminando
con el hábito de comprar libros, hábito que en muchos casos termina por
confundirse tristemente con la primera.
Por ese tiempo di en la torpeza de
visitar las librerías de viejo. En la primera página de Moby Dick Ismael
observa que cuando Catón se hastió de vivir se suicidó arrojándose sobre
su espada, y que cuando a él le sucedía hastiarse, sencillamente tomaba un
barco. Yo, en cambio, durante años tomé el camino de las librerías de viejo.
Cuando uno empieza a sentir la atracción de estos establecimientos llenos
de polvo y penuria espiritual, el placer que proporcionan los libros ha
empezado a degenerar en la manía de comprarlos, y ésta a su vez en la
vanidad de adquirir algunos raros para asombrar a los amigos o a los simples
conocidos.
¿Cómo tiene lugar este proceso? Un día
está uno tranquilo leyendo en su casa cuando llega un amigo y le dice:
¡Cuántos libros tienes! Eso le suena a uno como si el amigo le dijera: ¡Qué
inteligente eres!, y el mal está hecho. Lo demás ya se sabe. Se pone uno a
contar los libros por cientos, luego por miles, y a sentirse cada vez más
inteligente. Como a medida que pasan los años (a menos que se sea un
verdadero infeliz idealista) uno cuenta con más posibilidades económicas,
uno ha recorrido más librerías y, naturalmente, uno se ha convertido en
escritor, uno posee tal cantidad de libros que ya no sólo eres inteligente: en
el fondo eres un genio. Así es la vanidad ésta de poseer muchos
libros.
En tal situación, el otro día me armé
de valor y decidí quedarme únicamente con aquellos libros que de veras me
interesaran, hubiera leído, o fuera realmente a leer. Mientras consume su
cuota de vida, ¿cuántas verdades elude el ser humano? Entre éstas, ¿no es la
de su cobardía una de las más constantes? ¿A cuántos sofismas aludes
diariamente para ocultarte que eres un cobarde? Yo soy un cobarde.
De los
varios miles de libros que poseo por inercia, apenas me atreví a eliminar
unos quinientos, y eso con dolor, no por lo que representaran
espiritualmente para mí, sino por el coeficiente de menor prestigio que
los diez metros menos de estanterías llenas irían a significar.
Día y noche mis ojos recorrieron una y
otra vez (como decían los clásicos) las vastas hileras, discriminando
hasta el cansancio (como decimos los modernos). ¡Qué increíble cantidad de
poesía, qué cantidad de novelas, cuántas soluciones sociológicas para los
males del mundo! Se supone que la poesía se escribe para enriquecer el
espíritu; que las novelas han sido concebidas, cuando menos, para la
distracción; y aún, con optimismo, que las soluciones sociológicas se
encaminan a solucionr algo. Viéndolo con calma, me di cuenta de que en su
mayor parte la primera, o sea la poesía, era capaz de empobrecer el
espíritu más rico, las segundas de aburrir al más alegre y las terceras de
embrollar al más lúcido. Y no obstante, qué consideraciones hice para
descartar cualquier volumen, por insignificante que pareciera. Si un cura
y un barbero me hubieran ayudado sin yo saberlo, ¿habrían dejado en mis estantes más de cien?
Cuando en
1955 visité a Pablo Neruda en su casa de Santiago me sorprendió ver que
escasamente poseía treinta o cuarenta libros, entre novelas policiales y
traducciones de sus propias obras a diversos idiomas. Acababa de donar a la Universidad una
cantidad enorme de verdaderos tesoros bibliográficos. El poeta se dio ese gusto
en vida; único estado, viéndolo bien, en el que uno se lo puede dar.
No haré aquí el censo de los libros que
estaba dispuesto a desprenderme; pero entre ellos había de todo, más
o menos así: política (en el mal sentido de la palabra, toda vez que
no tiene otro), unos 50; sociología y economía, alrededor de 49; geografía
general e historia general, 3; geografía e historias patrias, 48;
literatura mundial, 14; literatura hispanoamericana, 86; estudios
norteamericanos sobre literatura latinoamericana, 37; astronomía, 1;
teorías del ritmo (para que la señora no se embarace), 6; métodos
para descubrir manantiales, 1; biografías de cantants e ópera, 1; géneros
indefinidos (tipo Yo escogí la libertad , 14; erotismo, ½ (conservé las
ilustraciones del único que tenía); métodos para adelgazar, 1; métodos
para dejar de beber, 19; psicología y psicoanálisis, 27; gramáticas, 5;
métodos para hablar inglés en diez días, 1; métodos para hablar francés
en diez días, 1; métodos para hablar italiano en diez días, 1; estudios
sobre cine, 8; etcétera.
Pero esto constituía nada más el
principio. Pronto descubrí que eran pocas las personas que querían aceptar
la mayor parte de los libros que yo había comprado cuidadosamente a través
de los años perdiendo tiempo y dinero. Si bien esto me reconcilió algo con el
género humano al descubrir que el mero afán de acumular no era una
aberración tan generalizada, me causó las molestias consiguientes,
por cuanto una vez decidido a ello, deshacerme de esos libros se
convirtió en una necesidad espiritual apremiante. Un incendio como el de
la Biblioteca de Alejandría, al que están dedicados estos recuerdos, es el
camino más llano, pero resulta ridículo y hasta mal visto quemar quinientos
libros en el patio de la casa (suponiendo que la casa lo tuviera). Y se
acepta que la Inquisición
quemara gente, pero la mayoría se indigna de que quemara libros.
Ciertas personas aficionadas a estas
cosas me sugirieron donar todos esos volúmenes a tales o cuales
bibliotecas públicas; pero una solución tan fácil le restaba espíritu
aventurero al asunto y la idea me aburría un poco, además de que estaba
convencido de que en las bibliotecas públicas serían tan inútiles como en
mi casa o en cualquier otro sitio. Tirarlos uno por uno a la basura no era
digno de mí, de los libros, ni del basurero. La única solución eran mis
amigos. Pero mis amigos políticos o sociñólogos poseían ya los libros
correspondientes a sus especialidades, o eran enemigos de ellos en gran
cantidad de casos; los poetas no querían contaminarse con nada de
contemporáneos suyos a quienes conocieran personalmente; y el libro sobre
erotismo era una carga para cualquiera, aun despojado de sus ilustraciones
francesas.
Sin embargo, no quiero hacer de estos
recuerdos una historia de falsas aventuras supuestamente divertidas. Lo
cierto es que de alguna manera he ido encontrando espíritus afines al mío
que han aceptado llevarse a sus casas esos fetiches, a ocupar un lugar
que restará espacio y oxígeno a los niños, pero que darán a los padres la
sensación de ser más sabios e incluso la más falaz e inútil de ser los
depositarios de un saber que en todo caso no es sino un repetido
testimonio de la ignorancia o la ingenuidad humanas.
Mi optimismo me llevó a suponer que al
terminar estas líneas, comenzadas hace quince días, en alguna forma
justificaría cabalmente su título; si el número de quinientos que aparece
en él es sustituido por el de veinte (que empieza a acortarse debido a una que
otra devolución por correo), ese título estaría más apegado a la verdad.
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