POR: PABLO DE SANTIS
Los niños, rodeados por la tecnología, no se preocupan tanto por la noción de inteligencia artificial. Sus héroes son Harry Potter y las criaturas de Narnia.
Sé que existen historias de naciones, de literaturas, de juguetes, de jardines botánicos, de asesinos; pero ignoro si hay una historia de la imaginación. De escribirse, veríamos que cada época se ocupa de imaginar aquello que no tiene, o está lejos, o de lo que no sabe nada. Quien ve jugar a un niño, lo primero que nota es que juega con lo que hay a mano; lo segundo, que juega a ser lo que no es, a tener lo que no tiene. Nunca se ha visto a un niño jugar a ser un niño. Así, la imaginación de una sociedad, en una época determinada, nunca se ha fijado en lo que la rodea, sino en lo que está lejos o se esconde en la oscuridad.
La ciencia ficción se propuso ser la historia del futuro mientras las máquinas capaces de viajar por el espacio o de convertirse en memorias infinitas estaban lejos de la realidad. Fue en el momento en que el hombre llegó a la luna cuando la ciencia ficción, en lugar de extender su reinado y entregar a la precisión técnica lo que había sido sueño, se esfumó. Es cierto que se siguieron escribiendo novelas de ciencia ficción, pero ya no con la mirada puesta en mundos lejanos, sino como diversas formas de apocalipsis y como especulación filosófica sobre la memoria y la identidad. El héroe dejó de ser un astronauta para ser un hombre común, un tal X que no sabía muy bien si era en realidad X, si era Y que creía ser X.
En los años noventa las computadoras llegaron a los hogares, pero desaparecieron de la literatura popular. Los niños crecidos entre máquinas no se preocuparon por los problemas que plantea la noción de inteligencia artificial ni soñaron con mundos virtuales: sus héroes fueron Harry Potter y las numerosas criaturas de “El Señor de los Anillos” y de las “Crónicas de Narnia”, dos novelas escritas en la década del cincuenta. En estas sagas no hay ningún artefacto tecnológico. Es cierto que algunas de las invenciones de Rowling parecen alegorías cíber, como el mapa inteligente o el periódico cuyas imágenes se mueven. O que alguien podría comparar el ojo de Sauron con Google Earth, pero no es su posibilidad, sino su encantadora imposibilidad lo que reclaman sus lectores.
Algo parecido ha ocurrido siempre con la literatura policial. Aunque se finge a menudo que el género negro expresa la violencia de la sociedad, se desarrolló en países centrales –sobre todo en Inglaterra– cuya tasa de crímenes es insignificante en comparación con otras regiones del globo. En los últimos años las novelas suecas se han empeñado en hacernos creer que sus ciudades, sus casas de campo y sus jardines helados son mucho más peligrosas que alguna zona oscura del conurbano bonaerense.
En el hecho de imaginar hay un incesante gusto por lo que no se sabe, por lo que no se ha logrado. La literatura expresa experiencias, pero no expresa ninguna con más fuerza que la experiencia de no tener experiencias, el ansia de vivir lo que aún no se ha vivido. Cervantes lo tuvo en claro cuando hizo de su héroe un lector de novelas de caballería. Alonso Quijano no representa a los hidalgos empobrecidos; representa a todos los que leemos el Quijote. Representa a quien quiere ver molinos cuando puede ver gigantes.
La cultura se comporta muy a menudo como el niño que después de pasar horas frente a la computadora se deja llevar por Narnia o por la Tierra Media, donde puede estar seguro de que va a encontrar árboles que caminan o espectros de guerreros o unicornios, pero ninguna computadora. Así, una vez que entraron en nuestras casas, las computadoras fueron desterradas del imaginario. La HAL de “2001 – Una odisea espacial” podía resultar terrorífica para un espectador de principios de los 70. A un espectador actual, acostumbrado a que el sistema se cuelgue y el técnico en computación postergue su visita como Godot, la HAL le resultaría apenas fastidiosa.
Cada época juega a encontrar sus propios jeroglíficos; una vez descifrados, el interés se pierde por completo. Para la ficción, la tecnología ha perdido su capacidad de hechizo. Los nuevos dispositivos pueden estar en la carta a Papá Noel o en la lista de casamiento, junto a la multiprocesadora y el secador de pelo, pero no en la imaginación. Las formas de la ficción popular ya no inventan nuevos aparatos, máquinas de realidad virtual o cosas semejantes. Si prestamos atención a los productos exitosos de la televisión y el cine de los últimos años (“Lost”, “The Walking Dead”, “Los juegos del hambre”, además de todos los relatos épicos, como las “Crónicas de Narnia”, “El Señor de los Anillos” y “Juego de tronos”, por citar sólo algunos) vemos que se trata siempre de fantasías regresivas: situaciones en las que, debido a las condiciones de la época o a alguna catástrofe imprevista, la tecnología no existe o ha dejado de contar, y el hombre está librado a su suerte.
Ni siquiera la serie “Homeland”, que ya se puede ver en cable, es la excepción: su heroína tiene todos los dispositivos posibles para observar a un hombre, al que cree enemigo. Pronto descubre que son inútiles, porque no pueden mostrar lo que hay en el interior de la cabeza de su adversario. Finalmente comprueba que tampoco puede saber lo que ella misma tiene en la cabeza. Solos o en grupo, todos estos personajes son Robinson Crusoe. Sobrevivientes de una catástrofe aérea o de una peste de muertos vivos, los aturdidos héroes terminan por mirar los viejos planos de papel. En la ficción contemporánea, el GPS ya no tiene señal.
http://www.revistaenie.clarin.com/ideas/Maquinas-sin-magia-antes_0_800920060.html
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