3 abr 2015

Babelita - Un cuento de bibliotecarios (y de otros seres lectores)

Recién había terminado de estudiar y con ese, que iba a ser mi primer trabajo, empezaba mi viaje como bibliotecaria,  así que yo estaba muy contenta y orgullosa de que me hubieran elegido a mí. Sabía de la larga fama de la biblioteca adonde iba a trabajar pero nunca la había visitado, ni siquiera en las entrevistas de selección, que me habían hecho en unas oficinas exteriores.  Además de la fama conocía por afuera el edificio: era un bloque imponente, cuadrado, sólido, que ocupaba dos manzanas, rodeado de parque.


Por eso, la primera sorpresa al entrar fue la arquitectura: adentro,  el bloque cuadrado se transformaba en hexágonos.  Sí, en hexágonos. Un piso,  y otro y otro,  y los depósitos en el subsuelo, todos eran hexagonales, con un  impresionante hueco en el medio que los recorría de arriba abajo, haciéndoles perder un espacio valioso que de otra forma podría haberse aprovechado muy bien. Eso pensé yo al verlo, porque llevaba en la cabeza los temas de arquitectura recién vistos en la carrera, y me pregunté cuál arquitecto desaprensivo habría diseñado la biblioteca con esa planta tan mala y monótona.  Además,  había en cada piso  dos cuartitos mínimos que se repetían como una obsesión,  uno de los cuales parecía haber sido pensado como baño, aunque se usaban para guardar escobas y baldes,  y también papeles y cajas para tirar. Los baños reales estaban en otro lado. Tampoco la iluminación, que provenía de lámparas más que de ventanas,  era buena. 

Una bibliotecaria alegre, de mirada chispeante,  me recibió esa mañana con la burlona frase “bienvenida a Babelita”, mientras hacía un amplio gesto para indicarme todo el edificio. Me causó gracia.  Luego, y mientras esperaba a la directora, la bibliotecaria me contó a grandes trazos acerca del fondo bibliográfico diciéndome que era muy rico y diverso y que la tradición indicaba que lo era  tanto que no tenía dos libros idénticos,  y eso que se contaban unos millones de ejemplares.  Lo de que no tuviera dos libros idénticos me pareció imposible, o por lo menos improbable, y también desacertado ufanarse de eso,  pero me callé  la boca sin poder descifrar la divertida ironía que le escuchaba en esa declaración. Me di cuenta que declarar  que no había dos libros idénticos era un estandarte y que se usaba como consigna de publicidad y para los aniversarios y celebraciones de la biblioteca.

En cierto momento mi guía me avisó que la directora de la biblioteca había llegado y que me recibiría. Me llevó por varios hexágonos hasta su despacho mientras me contaba  que la llamaban la Mujer del Libro, y con graciosa insolencia dibujó una especie de reverencia al decirlo. Luego me dejó en la puerta de la oficina y me dijo que tal vez  nos veríamos un día en el descanso del almuerzo.

Yo no conocía personalmente a la Mujer del Libro pero sabía que era muy reconocida entre los bibliotecarios del mundo. Ella había sido una de las fundadoras del grupo internacional que trabajaba desde hacía años en construir el catálogo de catálogos, un Catálogo Total que presentara de una sola vez, en un solo sitio web, todo lo que la humanidad hubiera escrito,  y que previera también el espacio y las condiciones  para  todo lo que escribiría por los siglos de los siglos. Para mí era un honor conocerla y me sentía un poco intimidada.

La directora era alta y enorme, muy blanca,  y de ojos claros e inexpresivos. Me dio la bienvenida y me invitó a conversar sobre algunas cuestiones generales. Hacía silencios muy largos al hablar y aquella primera vez no pude dejar de inquietarme con ellos porque ¿yo tenía que hacer o decir algo durante esos largos segundos en los que me miraba callada con sus ojos claros  de mirada fija y vacía? Después me acostumbré: lo único que tenía que hacer era esperar a que volviera a hablar.  Esperé, entonces, hasta que me encomendó la primera tarea que yo haría en Babelita.

Como había supuesto me darían  las tareas atrasadas de años, las tediosas, los kilómetros de estantes sin revisar,  las que todos los bibliotecarios esquivaban desde hacía mucho. Pero no me importaba, yo todo lo quería aprender y además, como recién llegada, no estaba en posición de seleccionar tarea.  Y así fue: la  tarea que me encomendó la directora fue revisar los estantes del Hexágono Uno y corroborar las existencias con la base de datos.

Era una tarea de auxiliar pero que me permitió descubrir las inconsistencias de la biblioteca y ponerme en alerta. Lo primero que noté fue la uniformidad: todos los volúmenes parecían tener la misma altura y el mismo grosor, algo más de cuatrocientas páginas cada uno, ¿cómo habían logrado adquirir y guardar uno al lado del otro tantos libros del mismo tamaño?  Y luego los conté: en cada estante se guardaban treinta y dos libros, ni uno más ni uno menos, y con independencia del largo del estante. Sin haber recibido ninguna advertencia sobre esto pensé que bien podía racionalizarse el espacio y comencé a correrlos para ganar metros,  pero enseguida me observaron  que debía conservar el número de treinta y dos volúmenes por estante. Lamenté la directiva por inútil y me quedé con ganas de discutirla.

También encontré que la leyenda de que no había dos libros idénticos era eso, una leyenda. En cada estante encontraba duplicados, no uno o dos, sino muchos. Los idénticos estaban impecables, parecían recién salidos de la editorial,  como si nunca hubieran sido abiertos,  y no figuraban en las bases de datos.  Entonces me vino a la cabeza el lema de la biblioteca, ese de que no tenía dos libros idénticos, ¡así, claro! Y también advertí el papel que cumplían: se intercalaban entre los títulos, antes de que  apareciera alguno de otro tamaño,  hasta completar los treinta y dos del estante para que lo emparejara dándole esa uniformidad visual que impresionaba por perfecta.  De ese modo, al verlos emergía una pregunta: ¿todos los libros eran iguales?

Ese primer día,  y el siguiente  y el siguiente, mientras yo avanzaba en mi relevamiento, intentaba comentar con los otros bibliotecarios mis hallazgos, que enseguida comenzaron a parecerme insólitos. Nos reuníamos a almorzar por turnos y por grupos de hexágonos,  los de los depósitos, los de los hexágonos impares, los de los pares, en otra cuestión matemática incomprensible para mí y que todos asumían con naturalidad. Lo extraordinario era lo que se hacía cada vez al terminar de comer. Llamaban al Hexágono Cinco avisando que el almuerzo ya había terminado y que estábamos dispuestos,  y entonces aparecía en el comedor un par de sonrientes compañeros que eran recibidos agitando los brazos y con cantitos de tribuna, del tipo “¡Y pegue, y pegue, pegue Cinco, pegue”!, y cuya función consistía en  hacer cálculos para que,  de acuerdo a  los resultados que se obtuvieran,  el próximo almuerzo de cada turno se combinara  entre diferentes pisos, entre el tercer depósito y el Hexágono Nueve, o entre el Hexágono Tres y el Hexágono Siete, por ejemplo. Cuando vi eso, me quedé boquiabierta. Pregunté cuál era el sentido de esa costumbre y me respondieron, divertidos, que era para que los hexágonos parecieran infinitos (¿a quién tenían que parecerlo?) porque respetando esos cálculos no habría repeticiones de los pisos que se reunían a comer por mucho tiempo (por tiempo indefinido,  o jamás de los jamases, volvieron a reírse, y si nos repetimos empezaremos de nuevo, aseguraron). Por esta razón nunca coincidí con la bibliotecaria desenfadada que me había recibido al llegar.

En esos almuerzos yo intentaba abrir conversación acerca de mis dudas y desconciertos,  peroencontraba que casi siempre mis nunca repetidos compañeros estaban hablando incansable y  fervorosamente de un tal Funes. Este Funes, del que nunca pude saber si ese era su apellido real o el que le daban como apelativo, era un misterioso bibliotecario,  ya jubilado y ciego, que en virtud de sus muchos años de trabajo seguía yendo por su gusto a la biblioteca,  pero sin obligaciones laborales que cumplir. Que fuera ciego ya me pareció asombroso, pero más todavía cuando se aseguraba que memorizaba la ubicación de todos y cada uno de los libros de la biblioteca. Recordaba la disposición de todos los que hubiera visto, y por los que ya no había podido ver solo era necesario mencionarle dónde se ubicaban para que lo guardara en su memoria para siempre.  Cuando me lo contaron creí que me estaban haciendo una broma para recién llegados, pero no lo era, cada día alguno de los bibliotecarios contaba un nuevo desafío que había consistido en preguntarle  a Funes dónde se guardaba tal o cual libro, uno que tal vez no había sido requerido por años, o por décadas. Y según el relato,  Funes habría respondido en el acto: “en tal hexágono, a la derecha, estante tal, número cual”. Todos se quedaban debatiendo la precisa respuesta, de nuevo admirados por la memoria ilimitada del viejo bibliotecario. Yo ansiaba conocerlo pero nunca lo hallé y no me lo crucé hasta que me fui.

La siguiente tarea que me dieron fue también reveladora. Debía controlar la llegada de una adquisición muy grande de libros en la cual la biblioteca había invertido una suma considerable de su presupuesto. Me gustó recibir este trabajo, a mí siempre me han gustado los libros nuevos porque me parece que son como los bebés, que  vienen a renovar el mundo y  la biblioteca. Una mañana descargaron muchas cajas en uno de los depósitos y yo me ubiqué allí, con las facturas en mano, para tildar título por título. Con expectativa abrí la primera caja y saqué el primer libro,  y cual no sería mi sorpresa al ver que el título era un conjunto de consonantes sin significado, algo como “Xhgfytlñ Tylbcx” y que el texto repetía tres letras mayúsculas, CVM desde la primera página  hasta la última. Sí, desde la primera hasta la última, todas las páginas llenas de CVM, una tras otra.

Me asusté,  y solté el libro como si me quemara. ¿Qué era eso? Dejé esa caja recién abierta y abrí otra: los libros tenían como título una nueva combinación de consonantes y adentro la misma repetición de cevemés. Me restregué los ojos,  tal vez  yo estuviera soñando. Abrí otra caja más y para mi ya desencajado asombro comprobé la misma repetición de letras en todos los textos. Por un segundo pensé que serían tal vez libros de prueba de las editoriales, por ejemplo pruebas de papeles o de tintas, y que habrían llegado por error a la biblioteca, y alcancé a ilusionarme por ese segundo,  saqué     desesperada  todos los libros de la caja, sin mirar los títulos consonánticos y tratando de encontrar alguno que no presentara las CVM, pero me rendí: todos eran iguales e igualmente perversos.

Me quedé desconcertada en medio del depósito, con las facturas en la mano, perdida. Nunca había visto eso y nunca se me había ocurrido pensar que alguien  podría editar semejante chifladura, con los costos que tendría. Tardé en reaccionar pero decidí que  yo no iba a relevar como si fueran normales esas anomalías,  así que abrí todas las cajas, una por una, y en todas corroboré lo mismo. Conté las cajas, multipliqué los libros, comparé con las listas en papel y sin  más subí a buscar a la directora.

La directora almorzaba en su despacho atendiendo algo en su pantalla al mismo tiempo, y me recibió con calidez. Habrá visto mi expresión porque detuvo un bocado en el aire  y se quedó esperando lo que le dijera. Cuando quise hablar no me salían las palabras de tan afectada que estaba, y cuando por fin me salieron solo podía emitir exclamaciones y oraciones inconexas, algo como: “la compra…hay…¡ohh!…ahh…es que no…¡nooo!...sin  vocales…horrible…no, no…¡ohhh!, repite, repite, repite…”.

La directora  dejó el tenedor y me observó con aquella mirada suya. Estaba tratando de entender lo que le decía, creo.  Miró las facturas que tenía en la mano,  y al fin sonrió. Me preguntó quién me había dado el trabajo de controlar la adquisición y evaluó que no era una tarea para alguien recién incorporada a la biblioteca. 

        ¿Pero qué es eso?  – pregunté, alterada todavía  ¿qué son esas cosas con aspecto de libros?

La señora suspiró como si explicármelo fuera muy difícil y me dijo que tal vez lo podría comprender más adelante, que le dejara las facturas, que ella se ocuparía de asignar la tarea a alguien antiguo, que me tranquilizara y que me tomara la hora del almuerzo.

Salí de la oficina perturbada porque la Mujer del Libro no me había dado ninguna respuesta. Esa noche, sin poder dormir, lo entendí: seguro que se trataba de una compra espuria, sería corrupción, ¡seguro que era eso! Habría algún acuerdo sucio entre una editorial y la biblioteca, y gente que se llenaría de plata con esa adquisición absurda que vaya a saber qué ocultaba, supuse. Y sentí vergüenza  por haber visto esas imitaciones horrendas de libros,  como si hubiera visto desnudo a mi padre.

Por varios días me sentí mal, desengañada, pero desconfiaba de compartirlo con los demás a quienes veía tan incluidos y tan convencidos.  Hacía todo lo que me indicaban pero en mi interior estaba sufriendo lo peor que me puede pasar: decepción. ¿Esta era la famosa biblioteca? ¿Así de extravagante y así de corrupta? Al anterior desconcierto por la arquitectura, por la forma obsesiva de guardar solo treinta y dos libros por estante, a los personajes fantasmales que deambulaban por los pisos, como Funes, a las costumbres extrañamente matemáticas  de los  bibliotecarios,  a la difusa percepción de que me tenían bajo la sombra de una broma gigantesca, a la falta de respuestas a mis  preguntas,  le sumaba ahora la sospecha de corrupción.

Por otro lado,  fui conociendo a los referencistas y tampoco  me resultaron un refugio. En los ratos libres se reunían a conversar acerca de unos hexágonos distintos a aquel en que se encontraban, que estarían pisos más arriba o más abajo,  y se los oía ilusionados con encontrar en esos otros lo que no hubiera en el propio. ¿Qué buscaban? Los del Hexágono Cero decían que trabajar en el Hexágono Seis tenía compensaciones que no existían en el suyo; los del Seis se mostraban cansados del Seis y proclamaban que trabajar en el Hexágono Uno resumiría todo lo que deseaban; los del Uno, por su parte, buscaban en el Tres una materialidad que les haría bien, según manifestaban. Todos, además,tenían gran expectación en lo que fuera a mudarse al Hexágono Cuatro,  un piso vacío que el mismo ascensor no reconocía y en el que no se detenía. Y aunque tenían todos los registros en sus bases de datos igual suponían que en otras plantas podrían encontrar obras tan ricas e iluminadoras que cambiarían por completo la atención de ese mostrador de referencia. Persiguiendo esta idea observaban con máxima atención a los lectores creyendo que los que accedían a esos libros serían más cultivados y profundos, el trabajo más interesante en esos pisos, y más clara la posibilidad de desarrollar la carrera. Y cada uno  aseguraba que tenía pedido un traslado o que lo pediría en breve. Así en todos los niveles, los de más arriba o los de más abajo. A veces me quedaba escuchándolos por curiosidad,  pero ya sin expectativa.

La biblioteca era riquísima en lingüística y en literatura y presentaba textos en todos los idiomas del mundo, vivos y muertos. Tenía corresponsales en diversos países encargados de buscar traducciones y a mí me maravillaba la variedad idiomática que de una misma obra se podía reunir, aunque no sin cierto regusto irónico: ¿cuál era el objetivo de reunir tantas variaciones de la misma obra? ¿Para qué? Yo solía discutir con el irritable bibliotecario encargado de ese hexágono, que se encrespaba con mi interrogante. Le preguntaba “¿qué vanidad de vanidades lleva a que los versos del Martín Fierro aparezcan  en euskera, en guaraní, en checo, en esperanto o en japonés?”, y él casi me echaba del piso,  “¡vanidad de vanidades!”, rugía, como si le hubiera clavado un puñal en medio del pecho, ofendidísimo. Me imaginé al Martín Fierro escrito en cemevé: ¡ahijuna! Sería la variación que faltaba.

Y había en todos los hexágonos muchos libros escritos en lenguas ni vivas ni muertas, unos idiomas no existentes ni en el pasado ni ahora, textos que parecían combinaciones de letras y nada más. También les preguntaba a los otros  bibliotecarios qué idiomas eran esos, si es que eran idiomas (¿serían lenguajes de programación?), pero ellos tampoco sabían. 
Una vez vi a un nene con uno de esos libros. Fue el día que el chiquito, que todavía no sabía leer, se escabulló del lado de  su madre y se largó a recorrer  los pisos hasta que lo encontramos, un cuarto de hora después. 
Estaba sentado en el suelo, abstraído con uno de esos libros ilegibles que tenía abierto sobre las piernas, y al revés. Imitando una lectura en voz alta cantaba unos sonidos con buen ritmo mientras con un dedito recorría las líneas de letras patas arriba.  La mamá, aliviada,  y varios otros,  le tomaron fotos. A mí me dijo un compañero que en ese momento yo mostraba  una sonrisa torcida y le respondí, con sorna,  que  era porque al fin parecía cierto que cada libro tenía su lector.

Trabajando así, de hexágono en hexágono, fui escalando a la indignada rebelión que al final me impulsó a marcharme. Había empezado a ver en los estantes aquellos libros escritos en cemevé, que ya habían sido procesados, y me  indigné porque los habían incorporado nomás y  los habían puesto a disposición  de los lectores.  ¡Me dieron ganas de hacer una denuncia pública! Pero no me animé, y deseé que los lectores se indignaran tanto como yo y hasta que me fui estuve atenta por si coincidía con alguno, pero no supe que hubieran  preguntado por aquellos textos.

Y por último comencé a caer por un tobogán desenfrenado. En  el Hexágono Cinco encontré que los libros de astronomía se ubicaban en estantes altos porque los cielos están en las alturas, y los de geología en los estantes bajos, ya que tratan del interior de la tierra. Me quedé paralizada con esas disposiciones que rompían  groseramente con nuestros claros y flexibles sistemas de clasificaciones, y con el uso del espacio en los estantes. Los alucinados catalogadores lo justificaban argumentando acerca de un sistema propio que desarrollaba la biblioteca, que buscaba eliminar la distancia entre el sistema y la vida misma.  Me dijeron, no pude saber si en serio o en chiste y no poder saberlo me exasperaba, que todos nosotros, yo misma, éramos parte de esa estructura de clasificación inseparable del existir. Siguiéndoles la corriente les pregunté, con inquietud,  dónde me ubicaba yo,  y entonces me invitaron a que fuera a la oficina de Procesos Técnicos para verlo porque acababan de incorporarme, y hasta me felicitaron por la integración.

Entré a la oficina temblando. Allí me hicieron lugar frente a una pantalla y me dijeron que se aplicaría un programa que también habían desarrollado ellos, y del que se sentían muy orgullosos. Me dejaron ahí, di enter, y empezaron a correr imágenes que rodaban en 360º y que se sucedían unas a otras tan rápidas que me parecían simultáneas, un flujo circular y veloz que me obligaba a  forzar la atención para seguirlo. Pero primero yo no vi  su sistema  sino que vi toda Babelita, todos sus pisos y todos sus lectores en ese momento, vi a uno en el Hexágono Ocho que oculto detrás de unos estantes  se metía El limonero real en el bolsillo, vi a Jorge de Burgos envenenando manuscritos para no difundirlos, vi bibliotecas olvidadas y  polvorientas, vi los libros que había en mi casa de infancia cuando todavía me eran incomprensibles pero, tan potentes, ya me convocaban, vi a los lectores que leían de izquierda a derecha, a los que lo hacían de derecha a izquierda y a los que leían de arriba hacia abajo, vi océanos de personas que jamás habían leído un libro, vi a un ciruja  mugriento en Buenos Aires  que sentado entre las bolsas de  basura y el ruido de la calle leía, ajeno a todo, Memorias de Adriano, vi el secuestro de los bibliotecarios desaparecidos, vi todas las hogueras en las que han ardido los libros, vi bibliotecas bombardeadas, vi a una niña recogiendo libros de entre los escombros en Gaza, vi los lugares exactos en donde  fueron enterrados por miedo incontables  libros y cuyos dueños, después, no pudieron encontrarlos, vi a un grupo de saqueadores que robaban tablillas sumerias en la Bagdad invadida, vi el Catálogo Total ¡ya creado y funcionando! pero de acceso carísimo, vi una biblioteca que podía ser Babelita,  pero desmesurada, sin piso ni techo, perdiéndose su cúpula entre la nubes y sus innumerables depósitos hundiéndose en los subsuelos, y yo ahí, ahí estaba y entonces me vi, en uno de los hexágonos de esa biblioteca inhumana.

Salí de Procesos Técnicos mareada por el impacto. Yo no había querido ver tanto ni tan rápido con mis dolidos ojos, pero sobre todo no  quería ser parte de su sistema, no quería tener ninguna ubicación con un número y un punto en él,  y confieso que la perspectiva de ser integrante de esa estructura me daba miedo y me producía rechazo. Fue la última razón para marcharme. Y me fui sin poder saber si todo era un montaje colosal para que la biblioteca existiera como un reflejo, el reflejo de una  imagen literaria. Como fuera, yo me resistí a que con el paso del tiempo Babelita se me volviera natural, normal la uniformidad de sus estantes,  divertidos los cálculos matemáticos de sus hexágonos con la intención de que se imaginaran infinitos, con algún sentido las combinaciones o las repeticiones agobiantes de letras, y aceptara y me acomodara en su sistema y hasta comenzara a regocijarme como los demás y a afirmar, en alguno de  los incontables homenajes que siempre se le están rindiendo,  que no tenía dos libros idénticos. Es que había encontrado que en esa biblioteca se aborrecía del orden bibliográfico que a  todas las demás les da sentido, y se amaba recrear un permanente desorden repetitivo del universo, vacío de consecuencias, al que poetizaban llamándolo divino, para estar siempre intentando humanizarlo y siempre con buscado nulo resultado. Desordenar infinitamente e intentar ordenar por siempre jamás era la consigna. Yo no cuadraba, mi vindicación no tenía lugar en aquellos hexágonos.

La tarde que me iba me despedí con unos saludos apurados a uno u otro y pregunté por la Mujer del Libro, pero por suerte se hallaba de viaje. Sintiéndome aliviada de dejar aquel caos monstruoso,  cuando salía vi a un anciano pequeño y  delgado en la puerta, apoyado en un bastón, y adiviné que era Funes y que me estaba esperando. Me sorprendió que me esperara porque no nos conocíamos. Al sentir que me acercaba me llamó por mi nombre, y yo le respondí. No me veía pero su actitud era afable. Dijo que había sabido de mi esforzado trabajo y que lamentaba que abandonara la biblioteca, pero que  respetaba mi decisión. Me tendió la mano en saludo, se la estreché y me despidió diciendo:

- Vaya en paz, m’hija, y hágase feliz que no todo está escrito.

Fuente bibliográfica
GARIN, I. martes. Sembrando el viento: BABELITA - Un cuento de bibliotecarios (y de otros seres lectores). Sembrando el viento [en línea]. [Consulta: 3 abril 2015]. Disponible en: http://sembrandoelviento.blogspot.com.ar/2014/12/babelita-un-cuento-de-bibliotecarios.html. 

4 comentarios :

Anónimo dijo...

Es largo pero vale la pena, qué diría Borges de esta biblioteca de Babel? me parece que no le gustaría, es una babel concreta en sentido biblioteacario, y de ahí la gracia. Me gusta mucho la visión de todos los libros y bibliotecas del mundo, y eso es del Aleph.
María Emilia

Anónimo dijo...

Muy interesante. Para analizar y promocionar.
Felicitaciones por el blog
Ileana

Anónimo dijo...

Muy bueno!!! me encanto, un poco largo pero es para leerlo, lo recomiendo

Blogger dijo...

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