29 may 2017
En la librería (cuento)
Por: Patricio
Rago
Porque
el hombre sabe. Y a uno que sabe no sólo se lo reconoce por los autores que
elige sino también por la manera en que sostiene el libro.
Hace ya
más de un año que viene a la librería. Es un hombre mayor, tendrá unos setenta
años. No sé nada de él, ni su nombre ni a qué se dedica; y aunque el saco
sport, los anteojos de marco negro, y la agenda y el libro bajo el brazo me
hacen suponer que es psicoanalista, bien podría ser cualquier otra cosa:
profesor, economista o abogado.
La
escena se repite sin variaciones: el hombre se detiene, mira unos segundos la
vidriera y entra.
—Buenas
—dice con una seriedad de piedra. Jamás una sonrisa en sus labios, ni una sola
vez. Y además, hace un tiempo noté que tampoco me mira a los ojos, nunca.
Cuando
le contesto y le pregunto cómo le va, me sentencia con un:
—Bien.
Entonces
se inclina sobre la vidriera desde el lado de adentro y agarra el libro que le
interesa. Lo examina y pregunta:
—¿Cuánto
cuesta?
A veces
se queja del precio, aunque por lo general se lo termina llevando.
Porque el
hombre sabe. Y a uno que sabe no sólo se lo reconoce por los autores que elige
—Bernhard, Wittgenstein, Kordon, Nabokov, Céline— sino también por la manera en
que sostiene el libro. Hay algo en la forma de tomarlo con las dos manos —la
derecha abajo, dejando que el libro descanse sobre la palma, y la izquierda
arriba, abriendo las hojas con el pulgar y sosteniendo las páginas abiertas
entre el índice y el mayor—, algo en la precisión y en la seguridad pero también
en la sutileza y hasta en un cierto y certero amor, que lo delata de inmediato.
Así es.
El
hombre, siempre con la misma seriedad y sin mirarme a los ojos, repite el mismo
proceder. A veces resopla, algo fastidiado, como si lo indignara que yo haya
puesto ese libro en la vidriera y él, por alguna razón, al verlo, no pudiera
hacer otra cosa más que comprarlo. Me divierte la exageración de imaginarlo
desviar el camino para evitar la cuadra, o caminando rápido con la mirada al
frente; y las veces en que se deja vencer por la tentación, lo veo llegar a su
casa de mal humor para contarle a la mujer:
—Otra
vez el pibe de la librería con esa vidriera. Parece mentira. ¡La puta madre!
Durante
mucho tiempo me pregunté qué será, qué le pasará por la cabeza, por qué tanta
seriedad, tanto fastidio.
Hasta
que el otro día pasó algo.
Justo
levanté la vista de la computadora y lo vi pasar. Iba con un muchacho que debía
tener unos treinta años y que de inmediato supuse que era su hijo. Tenía el
pelo algo largo, con rulos, y una remera azul, gastada, con la imagen de una
persona que no llegué a reconocer.
El
muchacho giró la cabeza hacia la vidriera y se detuvo, el hombre reaccionó dos
pasos después. De pronto estaban los dos parados uno al lado del otro con la
mirada fija en los libros. En un momento el hijo le señaló Eisejuaz, de Sara
Gallardo, y el hombre asintió, satisfecho.
Se
comentaron algo que no pude oír y el muchacho entró. Ahí es cuando lo pude ver
bien. Tenía una gran dificultad para moverse. Llevaba los brazos encogidos
contra el pecho, las muñecas quebradas y las manos como muertas, y arrastraba
con dificultad la pierna derecha. La piel pálida y los ojos negros, diminutos,
me hicieron pensar en esas fotos de asesinos seriales que aparecen en los noticieros,
pero su aspecto no inspiraba terror, sino tristeza.
Se
acercó al escritorio y me preguntó con voz gutural cuánto costaba el libro.
El
hombre entró justo detrás. Tomó el libro entre los dedos pulgar, índice y mayor
y se lo alcanzó a su hijo. Durante todo ese tiempo seguía sin mirarme pero yo
sentía que de alguna manera la distancia entre él y yo se atenuaba. Ahora yo
sabía algo de su vida, que tal vez él no habría querido que yo supiera. El
hombre no parecía incómodo pero tampoco enojado como de costumbre. Llevaba más
bien el momento con esa dignidad que admiro profundamente y que considero una
de las virtudes del ser humano: aceptar lo inevitable, resistir al remolino de
la desesperación.
Avergonzado
de mis lamentos cotidianos, traté de ponerme en su lugar. Pensé en su vida, en
su destino, en la bronca, en la decepción, en la impotencia, en las veces que
debe haber encarado a Dios o a la vida por haber sido tan ingrata. Me acordé de
Job, de ese libro hermoso de Joseph Roth. Pero todo esto son palabras, el
hombre estaba ahí y yo acá.
Le dije
el precio y el muchacho dijo:
—Sí, lo
quiero —y miró a su padre.
El
hombre metió la mano en su pantalón y sacó los billetes. En ese momento fue
cuando me miró por primera vez desde que viene a la librería.
Entonces
le di el vuelto y se fueron.
Fuente bibliográfica
RAGO, PATRICIO, [sin fecha]. En la librería. La Capital [en línea]. [Consulta: 29 mayo 2017]. Disponible en: http://www.lacapital.com.ar/cultura-y-libros/en-la-libreria-n1403565.html
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1 comentario :
Un cuento interesante, una historia que solo podía darse en una librería.
por lo general se crea una especie de vínculo cómplice , tácito entre el librero y el comprador asiduo.
Buena dosis de suspenso, con un final casi abrupto, sin concesión por parte del comprador.Me gustó.
Esther López. bibliotecaria Ciudad de la Costa. Canelones, Uruguay.
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