Sir Thomas Phillipps (1792- 1872) es un caso paradigmático, Tuvo la desgracia de heredar una importante fortuna que aceleró su bibliomanía y que fue vertida en su totalidad en subastas y anticuarios. "No tengo capacidad para seleccionar" aclaraba, intentando explicar su acopio desmesurado de libros y manuscritos. A pesar de que habitaba una mansión pronto se quedó sin paredes donde almacenar sus preciados ejemplares. Las nuevas adquisiciones que llegaban a diario, se amontonaban formando temblorosas pilas, murallas y pirámides en cada una de las habitaciones de la casa. Su esposa y sus hijas tuvieron que exiliarse en un ambiente pequeño y acostumbrarse a caminar esquivando las cajas con libros que su marido no tenía tiempo de abrir.
Los años y su locura acaparadora lo convirtieron en un hombre intratable. Su familia y personas cercanas a el lo describían como apático, intolerante, egoísta, terco, autoritario y poco comunicativo. Presintiendo la cercanía de la muerte, se preocupó sobre el destino de su tesoro de papel. Su deseo era mantener su dominio aun desde el mas allá. Después de pensar detenidamente como resolver el problema elaboró un plan y terminó consintiendo el traslado de su colección a la Biblioteca Británica bajo una serie de condiciones absurdas. El alucinado bibliófilo pretendía que luego de su deceso solo unas pocas personas (muy pocas) tuvieran acceso a su biblioteca. Su hija y su yerno, por ejemplo, lo tenían prohibido por expreso, así como también cualquier persona de religión católica, que despreciaba.
Pero, ¿qué pasa con aquellos que no poseen un capital para motorizar su compulsión? Para aquella clase de bibliómanos que carecen de dinero, solo existe una salida: el robo, única manera de conseguir aquellos libros que necesitan poseer con desesperación.
Agrupados bajo la etiqueta de bibliocleptomanos, son los integrantes de un silenciosa categoría de número incierto que, desperdigados por todo el planeta, representan la presencia más temida por bibliotecas, universidades y museos. Cada uno de ellos es, además un ilusionista, con capacidad de hacer desaparecer un objeto rectangular macizo ante decenas de personas sin despertar sospecha alguna.
Desde la edad media, los ladrones de libros se multiplicaron como una plaga. Fue entonces que muchas bibliotecas decidieron colocar un cartel intimidatorio, una suerte de antídoto que se colgaba en un lugar muy visible, como las ristras de ajos que penden de las ventanas pretenden alejar a los vampiros. Los mismos alertaban sobre una maldición que caería sobre aquel se apropiara de un libro. La amenaza era explicita y no escatimaba en graficar sus horrores.
Muchas veces, los ladrones compulsivos de libros son bibliotecarios, de manera que pueden llevarse lo que desean durante años, si es que alguna vez no son descubiertos. Se los considera bibliómanos porque no pretenden hacer un negocio con lo robado. Ninguno tiene interés en venderlos, sino en convertirse en su único dueño, con la seguridad de que nadie más podría apreciarlo tan bien como ellos. El libro robado se convierte entonces en un objeto de culto personal. Su existencia mediocre y multitudinaria ante personas que no saben apreciarlo lo suficiente ha terminado. El libro ha sido rescatado.
Como suele suceder en estos casos, la desaparición crónica de libros es investigada a fondo y el responsable identificado. El punto débil de los cleptobibliomanos es siempre su botín, el cual nunca guardan en otro lado que no sea su casa, por miedo a que se lo roben. Los 4.000 motivos para incriminar a Picher estaban a lo largo de su living, organizados por orden alfabético. Luego de ser condenado, el teólogo fue enviado a la lejana Siberia, sin el sobretodo.
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