Nunca, como ahora, ha sido tan fácil y tan rápido acceder al patrimonio escrito de la humanidad
La biblioteca cercana se ha convertido en un punto de encuentro social, como el gimnasio o el bar. Tal vez siempre lo fue, pero hoy esto se ha potenciado. He podido dar charlas en algunas bibliotecas y he comprobado con agrado el papel que ejercen estas instalaciones como articuladoras del debate ciudadano, lo que se dice y se piensa en esa gran zona entre el refugio doméstico y el conglomerado que forman la administración y las organizaciones sociales.
Es un predio prepolítico, que limita al sur con el individualismo propio de nuestras rutinas y al norte con las pulsiones gregarias que proyectan las instituciones. En este océano de inquietudes, las bibliotecas se alzan como islas llenas de signos, algo equivalente, salvando las distancias, a lo que fueron los ateneos populares anteriores a la Guerra Civil.
Hoy, las nuevas herramientas tecnológicas permiten que el usuario de la biblioteca pueda aislarse en su disfrute particular y pueda también, si lo prefiere, intercambiar experiencias con otras personas. En este sentido, debe celebrarse la existencia creciente de clubs de lectura, donde -por cierto- la presencia de mujeres acostumbra a ser superior a la de hombres. Por lo demás, las bibliotecas siempre han sido lugar donde leer la prensa y estudiar. Con internet y los canales digitales, estos hábitos se ven multiplicados. Sin olvidar la gran labor que hacen las bibliotecas creando nuevos lectores, con buenas secciones infantiles apoyadas por actividades diversas.
Un país de bibliotecas que atraen a la gente es algo que haría feliz a los novecentistas de ayer. A nosotros, que vivimos escopeteados por la velocidad de una época que quema las referencias nada más alumbrarlas, la biblioteca nos parece una forma de salvaguardar
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