22 nov 2012
Confundimos las palabras con las cosas
Por: Bernardo Carvalho
Las redes sociales son el espacio donde algunos eligen
contar su intimidad. Este análisis indaga cómo se relaciona el fin voluntario
de la vida privada con la falta de imaginación y el sentido de la ficción.
El hijo de un amigo mío, de 14 años, tuvo sexo por
primera vez hace dos meses, con una compañera de la escuela. Yo no me hubiera
enterado de nada –lo que sería perfectamente normal– si no fuera por la
existencia de Facebook.
Yo mismo no tengo Facebook, pero todo el mundo tiene,
empezando por el padre de la chica con la que el hijo de mi amigo se encamó.
Luego de vivir su primera experiencia sexual, y como si una cosa no pudiera
existir sin la otra, la chica relató todo, en detalle, a los amigos, en
Facebook. Yo no me hubiera enterado de nada si, luego de leer la página de su
hija en Facebook, su padre no hubiera amenazado con denunciar por violación al
hijo de mi amigo.
El escritor portugués António Lobo Antunes dijo
recientemente, en una entrevista publicada en Internet, que los científicos
descubrieron finalmente que no existe imaginación, sino sólo memoria. No sé de
dónde lo sacó. No parecía lamentar el descubrimiento. De todos modos, es
interesante que los científicos –si éste es realmente el caso– hayan descubierto
que la imaginación no existe, justo ahora, cuando la vida tampoco parece
existir si no es relatada en tweets y páginas de Facebook.
Un amigo, escritor y periodista francés, excelente lector
de literatura, indignado con lo obtuso y conservador del medio literario de su
país, me dijo recientemente que “uno más de esos libros correctos, simple
ficción,” deberá ganar todos los premios, mientras que otro, de hecho mucho más
original y radical, que expone la experiencia considerada escandalosa de la propia
autora, terminará sin ninguna indicación. Y yo tuve que acordar con mi amigo no
sólo en cuanto a la originalidad y a lo radical de la obra de la escritora en
cuestión, sino también en cuanto a la inercia de los premios literarios, que
muchas veces no reflejan más que un mundo consagrado, que ya no se corresponde
con el que vivimos.
Y, frente a esos tres acontecimientos, pensé: Pero, al
final, ¿qué puede tener que ver el fin de la privacidad, ejercido
voluntariamente por individuos reducidos a consumidores narcisistas, con el fin
de la imaginación y con la pérdida del sentido de la ficción?
La ficción sigue existiendo, obvio, aun en Internet. Pero
para que tenga algún efecto en Internet, necesita ahora provocar daños reales.
Internet está llena de ficción, pero la ficción en Internet debe parecer real,
hacerse pasar por hechos, confundirse con lo que “realmente ocurrió”.
Nadie quiere saber de ficción. La ficción sobrevive
únicamente si genera ecos en la vida de las personas. Y, en un mundo en que a
nadie le interesa la ficción, ésta necesita disfrazarse de “historia real”,
relato de hecho o experiencia vivida.
Ya no puede ser (ni asumirse) invento. Internet es un
mundo de creyentes, lo que termina reduciendo la ficción al ámbito de la
impostura, de la difamación y de la calumnia.
Sería realmente una gran ironía que todo el esfuerzo
literario e intelectual del multiculturalismo de las últimas décadas,
promocionando el relato de la experiencia del autor como instrumento de
resistencia y democratización, como estrategia para derribar las restricciones
arbitrarias del canon occidental y dar mayor visibilidad a las minorías y a las
literaturas llamadas periféricas, hubiera terminado en esto.
El autor tomó el lugar de la obra. La singularidad de la
representación de sí ha sido elevada a valor literario fundamental, como forma
de relativizar los criterios subjetivos que antes servían de base de
sustentación al canon occidental. Incluso recurriendo a una supuesta
objetividad de la experiencia del autor frente a la subjetividad selectiva y
restrictiva del canon, la idea, inicialmente, era defender otras imaginaciones;
no el fin de la imaginación.
No obstante, es difícil saber si de alguna manera esa
política ya no buscaba atender a demandas latentes, que los blogs personales,
Twitter y Facebook vendrían finalmente a suplir.
Lo más urgente ahora es tratar de imaginar –desafiando la
sentencia de los científicos sobre la imaginación– cómo ciudadanos adictos a la
representación de sí mismos podrán reaccionar frente a la contradicción entre
el derecho primordial a la libertad de expresión y lo que otros entienden como
blasfemia. Este es un tema delicado que las naciones arrinconadas por la
amenaza del terrorismo y sus propias contradicciones, defienden cada vez con
menos convicción. El dilema es si hay que imponer un límite a la libertad de
expresión con la excusa de un supuesto respeto al otro, por religiones que
congregan a los desheredados en países de Oriente Medio, de Asia, de Africa y
de América Latina.
Es muy posible que, aunque se consideren agentes de la
democracia y de un mundo libre donde todo en principio todavía puede ser dicho,
estos creyentes de la autoexposición ya no posean, irónicamente, los medios ni
los argumentos para reaccionar y luchar por sus libertades, pues a su modo
también contribuyen al fin de la ficción. Y sólo un mundo sin ficción (y sin
imaginación) es capaz de confundir las palabras con los actos y pensar en
castigarlas hasta con la muerte.
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