5 dic 2013
Lo que se ve por una ventanilla de procesos técnicos en un día cualquiera. Un cuento de bibliotecarios
Por: Isabel Garin
A la oficina de Procesos Técnicos solo llegan los que saben, los otros se perderían. O tal vez la encontrarían por casualidad, buscando otro lugar. Para llegar, hay que dejar a la derecha el mostrador de recepción y adentrarse por un pasillo mínimo, resto de una obra de refacciones nunca terminada. El pasillito, oscuro y todavía sin revocar, transcurre una vez a la izquierda y otra vez a la derecha, rodeando el ambiente inconcluso que alguna vez, cuando lo terminen, será la nueva sala de computadoras de la biblioteca, y luego desemboca en un depósito que guarda colecciones de revistas del siglo XX. El depósito tiene una puerta con toda la apariencia de estar clausurada, y donde el inexperto podría dar por terminada la búsqueda, si no fuera que en ese momento alguien la abre y pasa por ella descubriendo que la clausura es aparente. Pasando esa puerta uno se asoma al office, con sus estantes con tazas y vasos alineados y su alacena con yerba y café. El office, con ser tan estrecho porque también quedó comprimido por la obra inconclusa, tiene otra puerta que hay que empujar y entonces sí, se ha llegado a la oficina de Procesos Técnicos.
La oficina es interna. Una luz de tubos, blanca y difusa, impide adivinar el curso del día: ¿estará despejado el cielo? ¿se habrá nublado? ¿se reflejará el sol en el edificio de enfrente?. Nunca se sabe en la atemporal oficina. Los cuatro catalogadores que trabajan en ella combaten la falta de luz natural haciendo crecer potus y pegando sobre las paredes afiches de verdes selvas y de playas caribeñas. Para acentuar la atemporalidad sobre los estantes, sobre los escritorios, encimados sobre tablas y caballetes de emergencia ante una donación, pilas de libros esperan su turno para ser indizados y catalogados. Cada día muchos de ellos son procesados pero por algún efecto secreto de multiplicación la estiba de libros nunca se reduce. Las pilas son eternas.
Los catalogadores van llegando cada mañana y se van adentrando por el pasillo sin revocar hasta el depósito de revistas, el office, la oficina todavía cerrada. Cuando se enciende la luz blanca se internan en otra dimensión. Todavía se cuentan cosas, proponen unas rondas de mate, comentan acerca de la primavera o del otoño que han quedado afuera, pero poco a poco la oficina se acalla hasta que el sonido de los teclados es el único que se escucha. Procesos Técnicos ya está desacoplado y navega con su propio impulso.
Entre los tripulantes viaja Lucas, el último bibliotecario que ha ingresado y el más joven. Quedó al cuidado de Amelia, que se sienta enfrente de él, para que ella lo entrene en la catalogación que hace la biblioteca. Amelia, que se está por jubilar, le tomó afecto a ese chico tímido que trabaja de una manera callada y concentrada, y proclama que será su heredero. Lucas es muy amable cuando habla. Cuando no habla, casi siempre, parece tan atemporal como la oficina blanca y las pilas eternas. A Amelia le gustaría que su proclamado heredero retomara su perseverante, y hasta ahora inútil, reclamo porque los ubiquen en una oficina con luz natural y más espacio, pero no le parece que él tenga ningún espíritu reclamante.
Lucas suele trabajar concentradamente hasta el mediodía. Al mediodía entra el turno de la tarde de Atención al Público y hay una agitación que corre, casi física, desde el lejano mostrador de recepción por el pasillito mínimo a la izquierda y otra vez a la derecha, por la sala de revistas del siglo XX, por el office, y llega hasta aquí. Amelia se retira de su computadora y huele el aire: sí, señor, hay una agitación. Mira con disimulo a Lucas. Lucas también se ha distraído de su intensa atención. Tiene un lápiz entre los dedos y lo balancea, nervioso. Él no mira a Amelia, sino hacia la puerta.
Hay que esperar todavía un par de minutos más. La oficina también espera y queda suspendida, a la expectativa. Al cabo del par de minutos, entra Mariana. Mariana es redonda, alegre, ruidosa, y trabaja en Atención al Público. Es la única que cada mañana aparece a saludarlos, los demás saludan por el teléfono interno y a veces se burlan cordialmente cuando los llaman astronautas, por su lejanía con la batalla diaria del mostrador. Ella abre la puerta y la luz blanca cae rendida; se vuelve dorada con otra luz que Mariana trae con ella y que fluye en cada saludo que da.
– ¡Hola! – grita, sonriente – ¿Cómo están todos por aquí?
La gente de Procesos Técnicos siente que ella rompe la órbita en que transcurrían cuando trae el aire de las salas de lectura, de los ventanales abiertos, del cielo alto y azul. Va saludando a cada uno con un sonoro beso en la mejilla, y con comentarios sobre el viaje en colectivo, sobre algo que quedó pendiente de ayer, sobre la noticia del día. Mariana le simpatiza a todos, pero más le simpatiza a Lucas. Amelia lo observa: cuando ella se inclina y lo saluda, y por un momento su largo pelo castaño se derrama sobre él, Lucas se estremece. Le brilla la mirada, el lápiz entre los dedos se paraliza, todo él se tensa. Amelia se pregunta: ¿Mariana no lo advierte?
No tiene respuesta porque tan aérea como ha llegado Mariana se va. Su paso es siempre así: un aire fresco que abriría las ventanas si la oficina las tuviera, una caricia de piel de durazno si hubiera qué acariciar. En cuanto se va, Amelia ve que Lucas se levanta como si fuera a seguirla, parece que va a seguirla, a alcanzarla en el pasillito…pero no, Lucas se detiene en el office. Se detiene con su carga de timidez pesada como una piedra, y como no puede dar un paso más con esa carga a la espalda se queda ahí mismo, y para perder tiempo se prepara un café.
A los diez minutos, Amelia lo ve regresar igual que ayer y antesdeayer. Hace como que no lo ve, que no ve la expresión cerrada que trae oculta tras la taza de café, y se pregunta si podría ella sugerirle algo a Mariana, intermediar de algún modo. La oficina se ha reacomodado después del viento fresco que pasó y parece ahora que no hubiera pasado ningún viento. De a poco, vuelve a silenciarse. Los catalogadores trabajan llenando pantallas una tras otra, una tras otra, una tras otra, tan infinitas como las pilas eternas de libros. Lucas se vuelve hacia la pila más cercana, la que está ingresando hoy. Son arduos libros de aleación de metales y de minerales raros. Amelia oye su suspiro. Luego, mira a su propia pantalla y se concentra en su trabajo.
La oficina vuelve a flotar, ingrávida.
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1 comentario :
Muy bonito y dulce cuento. yo he trabajado así, abstraído, aunque en oficina con buena luz natural
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