12 dic 2013
Prohibir un libro es invitar a leerlo
Por: Juan Cruz
'Madame Bovary' y 'Las Flores del mal' se tacharon de inmorales. / SANTI BURGOS
Estupor en la Red y en las librerías masivas del mundo anglosajón. Escritores de ficción se han quitado de encima los intermediarios tradicionales del libro y editan por su cuenta obras entre las cuales ahora se cuelan textos considerados obscenos o pornográficos. ¿Es obscenidad? ¿Resulta eficaz prohibir su circulación? La historia está llena de libros que en su momento fueron acusados de obscenos, para convertirse en obras de arte ensalzadas.
Tanto en Estados Unidos como en Inglaterra, donde tradicionalmente se han producido los mayores ataques de pánico popular ante los avances de la pornografía, las compuertas han empezado a cerrarse.
Grandes librerías como Amazon o la cadena WH Smith han decidido prohibir muchos de esos títulos, acusados de estimular el incesto, la pedofilia, la violencia sexual o el bestialismo. Algunas cadenas tardaron en reaccionar ante el clamor de las organizaciones que persiguen la pornografía. Pero finalmente Amazon, Barnes & Noble, Waterstones…, todas han puesto en marcha mecanismos para llevar a efecto una policía general contra la pornografía.
El temor en la sociedad anglosajona, expresado desde distintos medios, es que pueda producirse una ola de puritanismo que evite, también, la publicación de obras que no contengan las gruesas ofensas que se han puesto de manifiesto en los libros denunciados ahora. Porque lo que más ha alarmado a las asociaciones de consumidores y a esos libreros es la sustancia de los títulos, que apelan a violentos y, quizá, a pedófilos. Libreros de larga historia, como Waterstones, han señalado que ellos nunca vendieron títulos así en el pasado, y que seguirán cerrándose a su almacenaje y a su venta. Y estarán atentos.
La historia está llena de libros que fueron prohibidos y que resultaron materia de la mejor historia de la literatura. He aquí un ejemplo, Lolita. Es imposible saber si Vladimir Nabokov utilizaría hoy las facilidades de la Red para escapar, con sus editores, de la vigilancia con que la sociedad anglosajona de posguerra convirtió Lolita en un peligro público.
Ahora —y entonces— Lolita es una obra de arte, pero en aquel momento, cuando el editor Lord Weidenfeld la quiso publicar en Inglaterra, las voces más conservadoras lucharon para impedir que circulara la historia de aquella muchacha que tenía amores con un hombre que simulaba ser su padre. Era, decían, pornografía.
Weidenfeld, un hombre conservador conectado con lo más importante de la sociedad mundial, desde De Gaulle a Juan Pablo II, se tomó muchísimo trabajo para arrancar ese libro mítico de las garras de los censores. Lord Weidenfeld me explicó en Londres su estrategia para conseguir que aquella maravilla literaria llegara sin más contratiempos al gran público.
Él se arriesgaba, publicando Lolita en Inglaterra, a ir a la cárcel, porque a la novela ya se la había calificado de pornografía peligrosa; ya había aparecido en París, “como un sofisticado libro erótico”. Había sido considerado para publicación en EE UU, “pero nadie se atrevía a hacerlo”.
“Pero el libro era tan apasionante y me parecía tan bueno...”. Weidenfeld estaba empeñado en publicarlo en Inglaterra, con el propio aval de su gusto y también con el apoyo de otras opiniones. Weidenfeld se reunió con Nabokov, desarrollaron una buena amistad y el novelista estuvo de acuerdo en una estrategia para convencer a la sociedad británica de que aquello no era pornografía sino literatura. Noel Annan, que era rector del King’s College de Cambridge, “dio una lujosa cena en su residencia en honor de Nabokov, con una lista de invitados trufada de estrellas”. El novelista dio una conferencia cuyo título era Los grandes novelistas rusos del XIX y la Policía. Acabó así: “¿Quién en esta sala no ha oído hablar de Pushkin, Lermontov y Chéjov? ¿Quién sabe el nombre de alguien en la prefectura de policía de Petersburgo?”.
La policía era el Gobierno británico. La decisión que debía tomar el Gobierno de Su Majestad, según Weidenfeld, era “si procesarme o permitir que publicase Lolita”. Ganó Weidenfeld, es decir, Nabokov, es decir Lolita, por tres votos a dos y todos brindaron con champán. No hubo proceso y la novela se abrió paso, por la mínima, como una obra de arte. Pero por un pelo no fue sepultada bajo la etiqueta de pornografía.
Hubo otro suceso famoso en el siglo XX, la oposición a considerar elUlises de James Joyce una obra de arte y no un libro obsceno. EE UU, en este caso, se cerró ante una de las novelas más famosas de la historia; sus autoridades se escudaron en la obscenidad como el factor que le impediría su acceso a las librerías y solo la destreza de un editor tan voluntarioso y tan arriesgado como Weidenfeld, Bennett Cerf, fue capaz de vencer la censura. Cerf lo cuenta en sus memorias (Llamémosla Random, Trama).
Y es que la historia de la literatura ha distinguido, a la postre, la pornografía del erotismo, la literatura de la basura. Y el público ha ido eligiendo. ¿Se ha de prohibir lo que se produce? ¿La moralidad es un freno, y siempre ha de serlo? Depende de los cauces que alcance el libro. El cineasta y escritor José Luis Cuerda es escueto: “El que tenga reparos morales para leer un libro lo mejor que puede hacer es no leerlo. Ni siquiera para prohibirlo. A la libertad de publicación puede oponerse siempre la libertad de no verlo…”. Él disfrutó lo prohibido (en España) “viendo películas en Biarritz” y recuerda esta escena en Madrid, durante el franquismo: “En la piscina de la obra sindical de Educación y Descanso las mujeres y los hombres tomaban el sol en solariums distintos y un cartel con el dibujo de una pareja de espaldas, paseando enlazados por la cintura anunciaba: ‘Prohibido sentirse eufóricos”.
Sergio Ramírez, el autor nicaragüense, recuerda casos célebres:Madame Bovary, de Flaubert, Las flores del mal, de Baudelaire, el citado Ulises, “los tres acusados de inmoralidad y disolución de costumbres... Hay una tensión constante entre el poder y la libertad, y el poder extremo busca pretextos para imponerse, alegando valores tradicionales que se basan en la defensa de la moral, las buenas costumbres, la patria, la religión. Antes fue el espacio de la letra impresa, hoy es el espacio de la Red, que llena de susto al poder porque es el espacio más libérrimo que ha existido nunca. Entonces comienza a ser restringido bajo los mismos alegatos con criterios de abuelitas asustadas o de tías solteronas púdicas, calzadas con botas militares”.
“Apagar un libro en la Red”, añade Ramírez, “es lo mismo que mandar a quemarlo. Uno de los monumentos más impresionantes que he visto nunca, erigido en contra de la intolerancia, está en la plaza de Ópera, en Berlín, allí mismo donde los nazis quemaron miles de libros. Uno se asoma a una ventana que se abre en el pavimento, y lo que mira en el fondo son estantes vacíos. El vacío es lo único que satisface a la represión contra la libertad. Y está allí inscrita una frase de Heinrich Heine que nunca debemos olvidar: ‘Donde se queman libros se acaba quemando personas”.
Beatriz de Moura, directora de Tusquets, puso en marcha en 1977 la más importante colección de literatura erótica de la lengua española, La sonrisa vertical. ¿Qué límite se impuso? “El único límite que Luis García Berlanga y nosotros nos impusimos desde el inicio de esta colección fue el de la pederastia”. Fue una decisión editorial, el control tradicional que durante años ha sido la guía de los autores, los distribuidores y los lectores. ¿Tendría sentido establecer límites a la publicación de libros en virtud de razones morales o de otro tipo? “A mi juicio, no, siempre y cuando no invada el terreno de la infancia, y esto por razones tan evidentes como que los niños aún están indefensos ante las inquietudes, cualesquiera que sean, de los adultos”.
Ramón Buenaventura acaba de publicar en Alianza Editorial su novelaNwty, en la que las mentes más precavidas podrían ver elementos que en el pasado desataron las ansias censoras. Recuerda: “La historia es interminable. Por razones que nadie ha acabado nunca de explicar, pero que hallan expresión fulminante en Freud y su demostración de que el ser humano solo puede alcanzar sus máximos de civilización si reprime o sublima los impulsos sexuales, las autoridades siempre han mirado de soslayo la actividad venérea, incurriendo incluso en normativas dañinas para la especie: el cristianismo primitivo, casto y misógino, aún vigente en muchas cuevas mentales eclesiásticas, parecía preconizar la rápida extinción de la especie, para que llegasen cuanto antes la parusía y el juicio final”.
Pero, ¿y cómo llegó el auge de la censura del sexo en los libros? “La censura de los libros con contenido sexual no alcanzó su pleno funcionamiento hasta que los escritores optaron por la libertad y, en lugar de escribir cochinadas a escondidas y repartírselas solo a los amigos (como nuestro buen fabulista Samaniego, por poner un ejemplo entre miles), decidieron publicarlas por medios profesionales y ofrecerlas al público en general. Tras las primeras escaramuzas del siglo XIX, las grandes batallas se plantean en el XX y aún no han terminado”. Ya Ulises “no es un libro prohibido en el mundo occidental, ciertamente; pero Ulysses Seen (Ulises visto), una estupenda versión para iPad en formato cómic, con desnudos, acaba de tener gruesos problemas con Apple (enemigo máximo de la carne expuesta, junto a Facebook)”.
Por la vía de las prohibiciones y de la censura de los libros entra una mayor obstrucción de la cultura. Por decirlo así, se sabe cómo empieza la censura, y por qué, pero no se sabe dónde se detiene. El historiador venezolano Fernando Báez, autor de Historia universal de la destrucción de los libros (Siruela), que ahora acaba de publicar en Fórcola Los primeros libros de la humanidad, explica que “la bibliocastia es la fase más radical de la cultura”, cuando se le pregunta si hay alguna razón extrema que permita la censura de libros. “Quienes censuran”, dice, “saben lo que hacen, y hacen lo que saben. Su objetivo ha sido intimidar, desmotivar, desmoralizar, propiciar el olvido histórico, disminuir la resistencia, estigmatizar el pensamiento irreverente, proclamar la ortodoxia del sectarismo político, religioso y moral”. Y la historia es larga, añade. Comienza en los romanos, que la llamaban damnatio memoriae, y desemboca en la Inquisición, que no nace “porque no bastaba con prohibir la lectura de ciertos libros sino investigar cuáles habían sido escritos o leídos por herejes… La obra de cualquier autor o pensador interesante que recordemos en general ha sido prohibida: Servet, Voltaire, Rousseau, Darwin, Wilde, Steinbeck, Russell, Salman Rushdie…”.
“Lo peor”, explica Báez haciendo historia actual de la censura en el mundo, desde Eritrea a Estados Unidos pasando por China y Rusia, es que los poderes “no vacilan en aplicar la prohibición ante códigos morales, comerciales o ideológicos. Por eso decía Orwell en 1984 que lo peor es la Policía del Pensamiento; y vivimos en un mundo pre-orwelliano”.
El editor Jordi Herralde lo tiene claro: se prohíbe “por las razones de siempre: un intento de blindar el poder”. Su editorial, Anagrama, conoció en el franquismo la exigencia censora. “Durante tres años (1968-1969-1971) presentamos los manuscritos o libros extranjeros sin traducir, como era habitual, a la llamada ‘consulta voluntaria’ que podía aprobar la publicación, hacer una lista de supresiones en el texto o bien desaconsejar la publicación. La palabra ‘desaconsejar’ equivalía a ‘prohibir’. Nos desconsejaron 43 títulos, la mayoría de carácter político, aunque también hubo algunos literarios que consideraron subversivos, como Cantos de Maldoror de Isidore Ducasse, Diario del ladrón, de Jean Genet, El bravo soldado Schweik, de Jaroslav Hasek, La revolución del Edicto de Nantes, de Pierre Klossowski... Ante tanta prohibición decidí optar por otra vía posible, pero muy poco transitada y más peligrosa. Enviar los libros ya editados y esperar un día por cada cincuenta páginas y luego proceder a su distribución a menos que fuera secuestrado en la editorial, cosa que nos sucedió en nueve ocasiones... Logramos colar libros impensables, algunos de los cuales nos constaban que habían sido ‘desaconsejados’ a otros editores de la consulta voluntaria”.
Una sombra de censura alienta ahora en el mundo; asoma sobre los libros que escandalizan, pero se manifiesta en otros terrenos. Román Gubern, historiador del cine, comenta la actualidad: “En el Festival de Cannes ha escandalizado la historia de amor lesbiano de dos muchachas de 17 y 19 años en La Vie d‘Adèle… Mientras en Barcelona y Madrid se ha prohibido la publicidad en espacios abiertos de Yo soy ninfómana, basada en la novela de Valèrie Tasso”. Aún más cerca: “El nuevo Código Penal de Gallardón ha subido la edad para el primer coito a los 16 años (en el del Vaticano el límite es doce años: la edad de la primera menstruación y, en El mono desnudo, Desmond Morris afirma que la edad de máxima potencia sexual de los chicos es a los trece años. Nuestro modelo moral lo exhibe TVE enIsabel, apodada la Católica. Vamos a contracorriente de la naturaleza”. El también crítico Diego Galán recuerda la censura más paradójica de la reciente historia del cine: “Fue la de El crimen de Cuenca en 1980 sobre hechos reales de 70 años atrás”.
Cuenta De Moura que el libro prohibido con el que disfrutó más fue La vida secreta de las hormigas, de Maeterlink. “Según mi padre, estaba en el Index de Libros Prohibidos de la Iglesia Católica. Nunca entendí —ni mi padre me supo explicar— exactamente el porqué de esa prohibición, pero fue uno de los libros prohibidos con los que más he disfrutado intentando saber exactamente en qué y por qué estaba prohibido”.
En los libros y en la vida lo prohibido desata la pulsión del conocimiento. El remedio no es, dice Cuerda, cerrarle las puertas al campo: “El que tenga reparos para leer un libro lo mejor que puede hacer es no leerlo. Ni siquiera para prohibirlo”. Prohibirlo es una manera de darlo a leer. Aunque lo quemen en la Red.
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