El autor cuenta que en el año 410 antes de Cristo, en tiempos de la septuagésima olimpiada de Atenas, el filósofo Protágoras de Abdera leyó ante sus amigos, en la casa del poeta Eurípides, un libro llamado "De los Dioses", donde ponía en duda la existencia de Dios.
"De los dioses no sabré decir si los hay o no los hay, o cómo son, pues multitud de obstáculos me impiden saberlo: ya la oscuridad del asunto, ya la brevedad de la vida del hombre", decía uno de los apartes de la obra de Protágoras. Expresar esa duda le ocasionó al autor el destierro de Atenas y la quema de sus libros en la plaza pública.
Y ahí están también los fundamentalistas islámicos que persiguen a quienes han caricaturizado a Mahoma o a escritores críticos como Salman Rushdie.
La quema de libros es sólo una expresión, brutal, de la censura, algo que, a lo largo de la historia, siempre ha tentado a los gobernantes y a las sociedades, independientemente de sus ideologías y sus creencias.
Pero no es con quema de libros como se defienden ideas o se promueven valores que sus seguidores consideran "políticamente correctos".
El premio Nobel de literatura surafricano J.M. Coetzee escribió un interesante ensayo sobre el tema, que se llama "Contra la Censura", donde propone una fórmula salomónica: "Si la burla correo el respeto por el Estado, si la blasfemia insulta a Dios, si la pornografía degrada las pasiones, sin duda bastará con que se alcen voces contrarias, más fuertes y convincentes, que defiendan la autoridad del Estado, alaben a Dios y exalten el amor casto".
Pero muchas veces el debate y la discusión no hacen parte del menú de opciones de los fundamentalistas que prefieren quemar libros para censurar a otros radicales.
El problema es que, por esa vía, como dice Madrid-Malo, "cuando en un país arden los libros, ha llegado la hora de temer por los hombres".
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