Subí con prisas las escaleras de la biblioteca, pues me acababan de comunicar que sólo quedaba un ejemplar del libro de Baroja que andaba buscando y sabía que pronto se lo llevarían.
Cuando llegué a la primera planta, abrí la puerta inundando de ruido la sala donde todos los estudiantes que se encontraban me contemplaron agradecidos por aquél segundo de distracción.
Me sumergí entre las estanterías escudriñando a fondo cada una de las baldas. Sin embargo, no fui capaz de encontrar a quien buscaba por lo que me acerqué a consultar al bibliotecario llenando de pasos el silencio.
Cuando llegué hasta él, quien se encontraba fingiendo que estaba haciendo algún asunto importante, me di cuenta de que aquél hombre con aires de intelectual y el cual podría haberse leído la biblioteca entera, no era de nuestra época. Era de un tiempo lejano en el que las bombillas eran escasas y los coches utopías. Lo supe en cuanto contemplé sus gafas minúsculas aparentemente útiles sobre su nariz aguileña y frente a sus párpados cansados. Su posible medio siglo de edad le había marcado con una calva hasta la mitad del cráneo como una prolongación de la frente que finalizaba en una cabellera larga juntada con gomina hasta la nuca. Su barba no tenía nada que envidiar a la de Marx o a la de Darwin, aunque ésta todavía conservaba algo del color castaño de la juventud que había sido devorada por las numerosas canas. Su traje con estampado a cuadros, su chaleco verde y corbata a juego, podrían ser perfectamente las piezas de colección de una exposición sobre principios del siglo XX. Como colofón a su atuendo, su sombrero, que reposaba tras él sobre un armario lleno de literatura.
Me preguntó algo molesto el motivo de mi presencia, ya que yo no había sido capaz de articular palabra. Susurré que me habían explicado que el libro que buscaba, “El Árbol de la Ciencia” de Pío Baroja, estaba en su planta. El bibliotecario, quien creía saberlo todo (o al menos eso pensaba yo, pues es lógico cuando se ha vivido más de ciento cincuenta años) me dijo que no había tenido noticias de la llegada de la obra de Baroja. Aún así, lo buscó en los archivos del ordenador, como cualquier persona del siglo XXI haría. Incluso llamó a algún superior para consultar el paradero del libro, pues parecía que nadie lo había devuelto a tiempo.
Mientras tanto, yo seguía examinando admirada a aquel curioso personaje y extrañada de que nadie más estuviera haciendo lo mismo.
Agarrado a su mano izquierda había un reloj de antes de que las horas se marcaran para el resto de los mortales. Pensé que tal vez ahí había guardado el secreto del tiempo o de la inmortalidad. Incluso de que aquello podría ser la mismísima máquina que le permitía viajar al pasado o al futuro en su caso. A lo mejor estaba en nuestra época para traer libros de antaño y en favor de la cultura de la humanidad.
Cuando terminó frustrado su conversación telefónica, me respondió de malos modos como pagando conmigo el hecho de que nadie devolviera los libros en la fecha señalada, que el libro no estaba disponible y que volviera otro día a por él.
Me pareció completamente absurdo, pues él mismo podría traerme al propio Baroja al presente o llevarme con él al momento en el que se publicó la obra que tanto necesitaba. Ante mi desesperación por conseguir “El Árbol de la Ciencia”, se me ocurrió preguntarle al más que centenario bibliotecario, si podría llevarme a su tiempo para poder hablar con el propio Baroja sobre su novela. El bibliotecario palideció, sabía de lo que le hablaba. Olvidando las normas de la biblioteca elevó la voz para sobresalto de los presentes y dijo: ¿¡Qué tonterías son esas, señorita!? No es ninguna tontería.- Respondí.-Sé que usted no es de aquí, si no de un tiempo lejano en el que los carlistas luchaban y la generación del 98 creaba un nuevo estilo. ¡Deje de decir sandeces!-Gritó enfureciéndose.- ¡Seguridad!-Y antes de que me diera cuenta, los de seguridad me conducían a la puerta prohibiéndome la entrada en el edificio.
Volví a casa con la sensación que deja la mentira, pues había desvelado el secreto del bibliotecario aunque él mismo lo negara, pero a pesar de todo, estaba orgullosa de ser la única en saberlo y la única capaz de guardárselo.
3 comentarios :
Has conseguido que me borre la cuenta del quieroquemeleas. No está bien eso de subir cuentos sin permiso del autor, aunque te agradezco que hayas puesto mi nombre. Gracias por leerme, espero que te haya gustado.
Un saludo.
Hola, Lucía:
Encontré tu cuento en este blog, donde también se publican los míos, ya que ahora todos aparecen visibles en la pestaña "Cuentos". Es un gusto coincidir con otros bibliotecarios (vos lo sos? hay una atención a detalles muy finos en el cuento) o con lectores observadores de los bibliotecarios, como en El secreto...Me ha gustado que se le descubra semejante poder!
Quise visitar tu blog pero no está e funciones. Te dejo la invitación a que visites el mío: http://sembrandoelviento.blogspot.com.ar/
saludo cordial
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