17 ago 2011

Pornografía en la biblioteca


Depende de quien lea, así será lo leído. En las páginas de los Trópicos de Henry Miller se esconden compendios de explícitas escenas de sexo, en ellas el lector puede ejercer la imaginación hasta lograr imágenes únicas en su excitante animalidad, o bien, tiernas manifestaciones corpóreas del amor.

Pero la palabra terrible es pornografía, intolerable y criminal. Honesta diría yo, pero esa palabra también está demasiado desnuda. Las conciencias débiles siempre han condenado la honestidad y dictan sendos y amenazantes preceptos; moral lo llaman, y en su nombre viven ellos y matan a los otros.

En este país se condena la pornografía por dogma. Sin duda, existen muchas dificultades para verla como algo más que depravación; pero, en este sentido, no es la pornografía la única que sufre persecución. Sin embargo, en la historia han sido perseguidas infinidad de manifestaciones humanas que a los ojos de los grupos hegemónicos resultan impresentables.

En cada caso vemos un cuadro bastante similar, vemos como se delinean dos grupos: unos conservadores y otros progresistas. Los primeros son los inquisidores e intolerantes; los que dictan y castigan, y que, por lo general, tienen el poder necesario para "conservar" el mundo a su imagen y semejanza. Los segundos son las víctimas, los incomprendidos, perseguidos y castigados; sin recursos, ni materiales ni sociales, para defenderse. Los primeros son los que tiran siempre hacia el pasado, que es querer hacer, contra el discurso del tiempo, eterno su presente. Los segundos son las semillas del mal, los que no quieren sumarse, los que tiran sus piedras hacia el futuro, pero más allá de donde la vista alcanza.

Todo esto es caricatura. Ni unos ni los otros son siempre así. En verdad ambos se creen, de alguna manera, "los buenos". Siempre parece que los conservadores radican su bondad en negar el cambio que no surge de sus presupuestos. Los progresistas no deberían verse buenos a sí mismos, porque verían malos a otros y eso no es progresista: hay que estar más allá, como sermoneaba Nietzsche, para ser verdad. Y sigue la caricatura.

En medio, está "el público". Los recreadores. Al final es el grupo que se impone, pues por efectos de la masificación es más longevo. El perseguidor muere un día, al igual que el perseguido, pero ambos en distintas circunstancias. Quedará, con suerte, la obra, que es paciente, y el tiempo, si en verdad la obra tiene alguno, le llegará.

Y pasa. Pasa que después de cien años la corona inglesa lamenta haber condenado a Oscar Wilde por degenerado. Pasa que Verlaine y Rimbaud fueron encumbrados como genios cuando la muerte los hizo inofensivos y sus penes, botones negros, tetas, felaciones y cunilingus literarios ya no asaltarían las inocencia de la imaginación sexual. Y pasa más, mucho más, pero menos notorio, más doméstico. La purga social es constante, institucional y, quizá, tristemente necesaria.

Unos dirán que el público salva o condena según la circunstancia que vive. Muchas veces es el que forma y deforma. Lo pornográfico de cada obra tiene cuna dudosa. A veces está en el creador y otras en el receptor. Vladimir Nabokov escribió Lolita con un ánimo lejano, no por eso contrario al que los lectores encontraron, sin embargo, y a pesar del morbo inexcusable, ninguna biblioteca podría prescindir de esta obra polivalente alegando perversidad sin que la sensatez le mire feo.

Hay verdades que ofenden más que una secuencia ginecológica. El snobismo hoy en día es salvoconducto generoso, citemos entonces a sus íconos. Sade sentenciaba "Lo más sucio, lo más infame y lo más prohibido es el mejor estímulo para la mente. Es lo que hace que nos corramos de la manera más deliciosa". Charles Baudelaire insistía en que imagináramos todo, con especial atención en lo prohibido, para librarnos de las ataduras de la ignorancia.

Estos son libros, es decir papel y tinta, letras formando palabras, palabras formando cuerpos en el deseo. Han sido aceptados como huéspedes de las bibliotecas más puritanas, todas las de este país, porque las imágenes de la mente son invisibles a los otros. Pero no vaya uno a dibujar, a filmar, a hacer sonar. No vaya un desconocido sin premios ni editorial a usar la palabra impúdica, porque entonces los doctores se le abalanzarán con todo el peso del poder que legitima la imposición de la soberbia.

El sexo es un tema tabú todavía. Todo parece indicar que es un género disidente, emancipador, no tanto por su nula esencia ideológica (salvo por la obra de Sade y otros) como por su vocación develadora de realidades íntimas y estrictamente humanas. Además de evocar deseos y obsesiones humanas, este género es un excelente pretexto para estimular la creatividad orientada al placer de los sentidos, placer por demás vilipendiado.

Yo invito aquí a visitar los pasillos de las bibliotecas para encontrar y no encontrar los Pájaros de fuego de Anais Nin, el Decamerón de Bocaccio, algún cuento de Xaviera Hollander, indagar los archivos de David H. Lawrence o Gary Jennings. Marguerite Duras, Sor Juana Inés de la Cruz, García Lorca, Neruda, Yukio Mishima, Vargas Llosa; busquemos también a Melitón Barba, algunos versos de Matilde Elena López, Silvia Elena Regalado, escritos de Roque Dalton, Otoniel Guevara, Salvador Canjura; todos estos y miles más, han podido ser tachados de pornógrafos por una palabra, una frase o una novela entera. Todos son símbolos de buena lectura y de cultismo. Nos es que haya sido el sexo en su obra lo que los valida, pero tampoco ha sido motivo de desdén ni de rechazo, y menos de castigo. Hay otros que intentan a diario mostrarse y son lapidados. Y pierden todos, los que tiraron la primera piedra, el que la recibió y los que vimos todo sin verlo. Perdió también la cultura y la tolerancia. Perdimos también los de "el público", nos agravan los prejuicios y la ignorancia. Pero el tiempo pasará, o tal vez no.

¿Por qué están unos y no otros en los catálogos? ¿Quién decide qué es bueno y que es malo leer, ver o escuchar? ¿Por qué? Las respuestas, por desgracia, las conozco. Aún nos vigilan, nos prohiben y castigan por salirnos de la sombra. Las bibliotecas, que podrían ser la torres en que los lenguajes pudieran convivir sin entender prejuicios, nos traicionan. Si no velan por nosotros los que deben, entonces ¿Quién? ¿Qué podemos hacer desde la palabra? Demasiado poco. Eso es lo que a mí me da vergüenza.

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