18 feb 2016
El curioso mundo de las bibliotecas
Por: Gonzalo Santos
Desde
los nichos subterráneos de la Mesopotamia hasta los monasterios medievales;
desde las galerías de los albores del Renacimiento hasta las bibliotecas
modernas y Google Books: los objetos más preciados siempre han tenido su casa.
Hablan Alberto Manguel y Horacio González.
Durante
los últimos cincuenta años, es probable que la biblioteca se haya utilizado más
como repositorio de metáforas para pensar el mundo, o incluso el universo, como
en el caso de Borges, que para
consultar libros.
Más como
concepto que como institución. Semiológicamente, digamos que ha sido –y sigue
siendo– un significante con una vasta red de connotaciones.
Para la
aristocracia, durante mucho tiempo la acumulación de códices fue un signo de distinción, y sobre todo si se
carecía de poder territorial. Para los reyes y príncipes, sobre todo a partir
de Carlos III de Francia, además de distinción, se trató de un signo de poder: una forma de
inscribirse, a través del capital bibliográfico, en la tradición de los
antiguos soberanos, o de esos romanos notables que vivían en las villae
disfrutando su otium productivo con apolíneos volumina de papiro, y otros
vicios un poco más dionisíacos, y espirituosos.
Para los
escritores posmodernos, la cosa es un poco más simple: todo indica que sólo se
trata de un mueble delante del cual hay
que sacarse fotos, o selfies. Acaso la foto para el carnet de escritor del
que habla Aira.
De todo
esto, pero desde una postura más historiográfica que semiológica, habla el
francés Frédéric Barbier en un libro que acaba de salir por Ampersand: Historia
de las bibliotecas. Una investigación que recorre las peripecias del libro y de
los distintos dispositivos en los que se los fue almacenando: desde los nichos subterráneos de la Mesopotamia,
hasta esos monasterios medievales con
libros encadenados a los pupitres, o las amplias galerías que fueron surgiendo en los albores del
Renacimiento.
De todas
las cosas que se pueden concluir de la lectura, hay una que es inquietante, y
es que la historia de las bibliotecas parecer ser, en realidad, la historia de
distintas confiscaciones, saqueos, incendios y, por supuesto, destrucciones
producto de fanatismos religiosos
–basta recordar lo que acarreó el famoso Index Librorum Prohibitorum de la
Inquisición católica, o la destrucción que llevaron a cabo los protestantes,
luego de la Reforma, sobre los códices de los monasterios–, pero también de fanatismos políticos: es conocida, por
ejemplo, la impericia de los revolucionarios franceses de fines del siglo
XVIII, que no sabían qué hacer con los libros que confiscaban y, en
consecuencia, una gran cantidad de ellos se terminó deteriorando hasta la
inutilidad.
Desde
luego, tampoco hay que olvidar las típicas listas
negras de las dictaduras, que hicieron que muchos escritores se terminasen
exiliando y vendiendo su biblioteca, o sencillamente quemándola, como es el
caso de María Teresa Andruetto, o del abuelo del escritor Federico Andahazi,
que a los 13 años presenció la escena desde un balcón y, desde entonces,
cuenta, “mi biblioteca tiene doble fondo: a la vista están los libros
políticamente inocuos y, en la segunda línea, ocultos, guardo los títulos que
pude recuperar de la biblioteca familiar. Aunque no parece posible una nueva
Inquisición, jamás los sometería a un nuevo sacrificio”.
Ciertamente,
hoy las bibliotecas corren otro tipo de peligros: en ocasiones no están a
salvo, por ejemplo, de las rencillas
domésticas. Ante esas eventualidades, es bueno recordar el consejo que da
Tomás Abraham en Historia de una biblioteca (Sudamericana): “Cuando los
avatares de la conyugalidad amenazan nuestro lugar en el mundo con una
interrupción, es decir, con el fin de nuestra permanencia en una casa, lo
primero que hay que hacer antes de que un conflicto se dirima en un desalojo es
mudar los libros. Luego todo es más fácil”.
Clasificación.
Una de las cuestiones que más han preocupado a los bibliotecarios y
bibliotecólogos ha sido la de la
clasificación, o indexación. El primer intento de introducción de metadatos
se dio en el Museo de Alejandría, donde llegó a haber casi setecientos mil
volúmenes de papiro. Allí el filósofo Calímaco elaboró sus Pinakes –tablas–, a
partir de un orden alfabético, y según determinados grupos: retórica, epopeya,
comedia.
Durante
la Edad Media, que fue un período –Frédéric Barbier dixit– que vio “la
desaparición de las más grandes bibliotecas, colecciones de libros y, junto con
ellas, de una gran parte de la cultura de la antigüedad clásica”, no hubo
grandes avances en esta dirección, ni tampoco los hubo durante el Renacimiento.
El pergamino era muy costoso y los armarium de los monasterios rara vez
superaban los dos mil o tres mil códices. La biblioteca de Petrarca, que no
estaba mal para la época, tenía doscientos volúmenes.
Con la
revolución de la imprenta, cuando los libros se multiplicaron, hubo que
establecer sistemas taxonómicos
mucho más precisos, como el de Gabriel Naudé, que elaboró un tratado de
biblioteconomía –el primero en el rubro– en el que establecen valiosas
innovaciones en lo que respecta a la distribución espacial o los mecanismos de indexación; o el sistema
decimal de Melvil Dewey –el CDD–, que aún hoy se sigue utilizando
en buena parte de las bibliotecas públicas.
En
cuanto a las bibliotecas privadas, se sabe que, desde hace un tiempo, las
formas más usuales de poner orden son por género,
por colección o por autor, en cuyo caso se sigue, por lo general, un orden alfabético.
Pero los
escritores, que son animales extraños, suelen buscar formas más personales o
excéntricas, y en el orden bibliográfico
con frecuencia es posible advertir pistas –en ocasiones, más reveladoras que
las que uno puede encontrar en las obras– de la visión de mundo que los
atraviesa. O sea: el tópico de la biblioteca como speculum mundi sufre un giro
subjetivista: lo que se refleja, en todo caso, es el mundo de cada cual.
Samanta
Schweblin, que en un tiempo sólo
guardaba los libros que había leído, porque le parecía una ofensa depositar
“objetos desconocidos” en un estante,
cuenta una anécdota muy curiosa. “Una vez, mirando la biblioteca de Vicente
Battista, me di cuenta de que no tenía ninguna autora: todos los lomos
ostentaban nombres masculinos. Me sorprendió tanto que me puse adrede a buscar
un nombre femenino: en toda la biblioteca, que ocupaba toda la pared de su
estudio, no había una sola mujer. ‘¿Dónde están las mujeres?’, le pregunté. Me
hizo una seña para que lo siguiera. ‘En el pasillo, frente al baño’, dijo con
una sonrisa entre pícara y camorrera, y me señaló cinco estanterías pequeñas y
oscuras”.
También
está el caso del abogado y escritor Ricardo Strafacce, que en algún momento ordenó sus libros según la fecha de
nacimiento de los autores, dado que eso le permitía pararse frente a la
biblioteca y “pensar en generaciones”; o el caso mucho más incomprensible de
Hernán Vanoli, que los ordenaba por
color; o el de Alberto Laiseca, que los tiene todos forrados en papel blanco para que nadie sepa cuál es cuál en caso
de eventuales hurtos; aunque quizás haya también un poco de esoterismo. O el de
Jorge Consiglio, que se quejaba tanto de que no encontraba los libros que su
familia, harta de sus berrinches, terminó por contratarle un bibliotecólogo.
Pero la
forma más singular de ordenar una biblioteca parece ser la de Pola Oloixarac,
que la tiene organizada de manera
geoespacial, siguiendo un mapamundi Mercator. “A la derecha arriba, Japón.
Y dentro de los países, por siglo”, dice. Además cuenta que tiene un estante
dedicado a Nabokov, “decorado con ardillitas con pins soviéticos”, y que
también pone libros sobre arañas, mariposas y pulpos. “Los pulpos son el
inverso perfecto del hombre”, dice, y de paso recomienda leer el Vampyroteuthis
infernalis, de Vilem Flusser.
Bibliotecas digitales: el proyecto de Google. Todos los soportes –las tablillas, el
papiro, el pergamino, el papel– implicaron determinadas formas de organización
de las bibliotecas –y desde luego también de la lectura–, y el paso de uno a
otro siempre produjo vastas pérdidas. Si bien todavía no está claro que lo
digital reemplace al papel –y la discusión, con el vértigo de los
acontecimientos, se volvió prematuramente bizantina–, lo cierto es que la mayor
parte de las bibliotecas del mundo ya no funcionan a partir de una lógica de almacenamiento, sino, como
dice Frédéric Barbier, a partir de una
lógica de flujo, y en general dedican sus mayores esfuerzos a la
digitalización de sus catálogos.
Los
nuevos soportes digitales permiten reunir textos de forma casi ilimitada, y eso
por cierto parece haber reflotado esa pretensión
de universalidad que ha tentado a varios personajes históricos: la de
construir una suerte de “biblioteca
total” con todo, o casi todo, lo que se ha publicado a lo largo de los
siglos. Tal fue el deseo, por ejemplo, de los Ptolomeos de Alejandría, o la
fantasía de personajes célebres como Hernando Colón, el hijo de Cristóbal; o
Felipe II, de España. O más recientemente de una empresa monopólica: Google,
cuyo proyecto contribuye a tornar proféticas las palabras de Borges (ya era
hora de citarlo) en La Biblioteca de Babel: “Afirman los impíos que el
disparate es normal en la Biblioteca y que lo razonable (y aun la humilde y
pura coherencia) es casi una milagrosa excepción”.
Básicamente,
el programa Google Books, que empezó en 2004, es un programa de digitalización
cuyo objetivo es la creación de una base bibliográfica colosal –en un principio
se hablaba de quince millones de libros, pero hoy esa cifra se ha superado–, a
partir, entre otras cosas, de polémicos acuerdos con las distintas bibliotecas
nacionales.
Sigue en:
http://www.perfil.com/cultura/El-curioso-mundo-de-las-bibliotecas-20160123-0074.html
Fuente bibliográfica
SANTOS, GONZALO, [sin fecha]. El curioso mundo de las bibliotecas. Perfil.com [en línea]. [Consulta: 18 febrero 2016]. Disponible en: http://www.perfil.com/cultura/El-curioso-mundo-de-las-bibliotecas-20160123-0074.html.
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