30 may 2016
¿Prohibimos ese libro en la biblioteca?
Por: Carles Geli
La biblioteca Louis Jouvet, en el norte de
París, tras un ataque en 2007. CH. PLATIAU (REUTERS)
El joven airado aseguró que si el
libro El ala radical del Islam seguía allí en 15 días, lo quemaría. Otro usuario protestó porque se había dejado una sala para que
conferenciara Arnaldo Otegi. Un tercero, portavoz de más vecinos, acusó a la
dirección de querer islamizar la ciudad porque se habían introducido libros en
árabe… También hay concejales que reclaman diarios de Madrid, políticos que exigen
más libros sobre cristianismo y otros que demandan la presencia de ejemplares
firmados por tal o cual presidente…
Son
todos casos que se han dado en bibliotecas públicas de Cataluña y los tres
primeros, en las de El Prat del Llobregat, la Jaume Fuster de Barcelona y la de
Palafrugell. Sí, hay muchos grados de
censura, que siguen bien vigentes en el siglo XXI y mayormente intentando ser
llevados a cabo por la propia ciudadanía. ¿Existe un protocolo en Cataluña
a aplicar cuando un bibliotecario, en la primera trinchera de fuego, se
enfrenta con casos así? “No”, dice tan rotunda como sincera Carme Fenoll, jefa
del Servicio de Bibliotecas del Departamento de Cultura de la Generalitat, que
querría que el colectivo profesional, junto a otros sectores del libro,
“crearan un consejo que pudiera intervenir y marcar pautas”, algo que
el Colegio Oficial de Bibliotecarios-Documentalistas de Cataluña (BD)no ve
mal, con matices.
El 45% de las presiones de censura en EEUU
se dan en blibiotecas de escuelas y por
parte de los padres (40%)
Desde la
Generalitat pueden hacer poca cosa, mantiene Fenoll, porque “la red
bibliotecaria catalana es básicamente municipal, lo que deja decisiones sobre
prohibiciones o censuras a merced del criterio e intereses del concejal de Cultura
o del alcalde”, por lo que aboga para que la iniciativa venga de los
profesionales. “No nos lo habíamos planteado pero se propondrá ya en la próxima
junta”, anuncia Daniel Gil, presidente de BD.
Les
llegan pocas quejas de este tipo de presiones, “pero nos consta que existen”,
dice Gil, que asegura que lo afrontan “a
partir de la autorregulación, del buen criterio de los profesionales, que
tienen meridianamente claro que han de ser neutrales, no vetar nada, ofreciendo
libremente información al ciudadano para que sea este el que decida; el marco
es todo lo que quede dentro de la ley”. Y que este modelo funciona lo
prueba que “no estamos teniendo grandes problemas hasta ahora”. Y se la juega,
dice, afirmando sin haberlo comprobado antes: “Seguro que el Mein
Kampf de Hitler no está en la red de bibliotecas”. En efecto: de cuatro
ejemplares, por ejemplo, en el catálogo de la red de bibliotecas
municipales de la Diputación de Barcelona, tres están “excluidos de
préstamo” y un cuarto consta en una “estantería de reserva”.
Desde 2005 se han incendiado en París
y sus barrios periféricos 31 bibliotecas
Gil,
responsable de la Biblioteca Episcopal de Barcelona, no cree, sin embargo, que
sea necesario crear un organismo para regular estas situaciones como sí tiene la American
Library Association (ALA) de EEUU, que analiza las quejas sobre obras
conflictivas. Es más partidario de canalizarlo a través de la propia comisión
deontológica del colegio, que, admite, “aún no se ha reunido este año”, pero
que “podría ampliarse con expertos del sector editorial y jurídico; aunque hay
que huir de un exceso de regulación que acabase con la autonomía que debe tener
cada biblioteca”, alerta.
Los
casos no trascienden (“estas situaciones nos dan un poco de miedo y suelen
silenciarse”, admite Fenoll), pero están. En el colegio profesional saben que
se dan, especialmente, en bibliotecas públicas. Es la misma tipología de
centros que en EEUU, donde un 45% de las presiones se dan en este tipo de
bibliotecas, seguidas de las universitarias (28%) y las escolares (19%). “Ante estos desafíos, se trata de no dejar
solo al bibliotecario que, en muchos casos, no tiene tampoco formación para
afrontarlo; se debe convertir la decisión en algo comunitario, pasando el tema
por el director del centro y el consejo bibliotecario”, expone la
norteamericana Valerie Nyle, especialista en censura en las bibliotecas de su
país y participante de la jornada Nihil Obstat del pasado jueves en
el Born Centro de Cultura y Memoria, en el marco de La Semana de la Cultura
Prohibida que finaliza hoy.
Nyle
sabe bien de qué habla porque en EEUU las presiones son infinitas: de media,
reciben unas 250 al año. Y vienen por donde menos se espera: el 40%, de los
padres, mientras que los propios mecenas de las bibliotecas son el segundo gran
foco (27%) y la administración local genera el 10%. Los grupos de presión son
el 6%, mismo porcentaje que los nacidos en el seno de las mismas bibliotecas.
El gobierno federal solo registra el 4% de los incidentes.
El
catálogo de los argumentos recoge todo el abanico ideológico posible de la
intransigencia: sexualidad excesivamente explícita, homosexualidad, anti
familia, satanismo tácito... Nye expone casos que, junto a Kathy Barco, recoge
en el libroTrue Stories of Censorship Battles in America’s Libraries: hay ahí
autocensura de bibliotecarios que eliminan o relegan obras de autores o a
suprimir libros incluidos en lotes de donaciones, como el Mein
Kampf hitleriano; o el de padre, representante de un grupo
político, que pidió que se retirara de una biblioteca escolar de Miami el
libro Vamos a Cuba porque daba “una idea demasiado positiva
de la isla”: acabo llevando el caso al Tribunal Supremo y ganó.
La
casuística a la que se enfrentan los más de 143.000 bibliotecarios de EEUU no
tiene fin en un país donde se han llegado a quemar ejemplares de Harry Potter por
“contener elementos de satanismo y
ocultismo”; o se vetó Los juegos del hambre, de Suzanne Collins, por “violenta y sexualmente explícita,
inadecuada para cierto grupo de edad”. Incluso Caperucita
Roja tuvo problemas en California por el vino que llevaba la niña
en la cesta para su abuelita… Nye ha detectado hasta lo que bautiza como “la censura silenciosa”, cada vez más
frecuente: “Los libros polémicos son
robados de las bibliotecas o pedidos por quien no los retornará”.
El
fenómeno parece invisible. “La censura
fluye con el silencio”, hace notar la experta. La bibliotecaria y socióloga
francesa Martine Poulain está de acuerdo. “En
Francia, la prensa no ayuda demasiado, aunque la culpa es nuestra por no
denunciarlo”, dice. Y así se explica un silencio escalofriante: desde 2005,
en París y sus alrededores se han atacado 31 bibliotecas cuando hay disturbios
en lasbanlieues. “Muchos de los que participaron son usuarios: es preocupante que
ataquen su primer lugar de sociabilidad”, reflexiona.
No sabe
de soluciones mágicas, pero tiene claro Poulain que “los bibliotecarios no debemos sustituir a las leyes sino respetarlas:
todo aquello que no esté prohibido legalmente deberíamos de poder tenerlo en
nuestras bibliotecas; nosotros no podemos decidir lo que es bueno o no para los
usuarios; si acaso, son los gobiernos quienes deben prohibir”. Tampoco
quiere dar un discurso pesimista, si bien cree que con
la fatwa a Los versos satánicos de Salman Rushdie, en
1989, “empezó el gran retorno de la censura por motivos religiosos y
políticos”, que culminó hace poco más de un año con el asesinato de los 12
periodistas de Charlie Hebdo, “una situación que había tenido avisos
en 2001 y 2005”, entre otros con los ataques por las caricaturas de Mahoma en
Dinamarca.
“Si no se está vigilante, el camino de la libertad de expresión es
hoy, con todo, este”. Habrá que estar preparado.
Fuente bibliográfica
GELI, CARLES, E.E., 2016. ¿Prohibimos ese libro en la biblioteca? EL PAÍS [en línea]. [Consulta: 29 mayo 2016]. Disponible en: http://ccaa.elpais.com/ccaa/2016/05/28/catalunya/1464463658_580291.html.
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1 comentario :
Excelente información liberadora desde Venezuela comprometidos con la anti cultura del prejuicio.
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