8 sept 2016

Día del bibliotecario

Manlio Argueta




Por el día del bibliotecario que se celebra en la República Argentina el 13 de Septiembre me pareció interesante reproducir esta nota.

Saludos a todos los bibliotecarios del país.

Ernesto




Por: Manlio Argueta (director nacional de Archivos y Bibliotecas de la República del Salvador)

    Hace años, cuando estudiaba en la universidad, los únicos que contaban con calculadora eran los ingenieros, profesores de Ingeniería. Hoy la usan incluso las vendedoras informales. Y la organización académica se hacía con una computadora del tamaño de una habitación normal.

Después de varias décadas lo anterior parecerá caricatura para las nuevas generaciones. Mi hijo José, doctorado en Biociencias, me dice que cuando era estudiante, hace 20 años, cada estudiante tenía una calculadora para sus exámenes. “Los problemas de matemáticas los resolvíamos en tres horas, pero de no usarlas, nos hubiéramos tardado cinco días en resolverlos”. Las ciencias han avanzado en los últimos 30 años más que en todos los miles de años pasados por la humanidad. Pero tendemos a apreciar solamente los resultados actuales, sin pensar en el proceso para lograrlos. Esto pasa con los usuarios jóvenes de la tecnología. Tener un teléfono inteligente es normal. Para los críticos de la tecnología, lo negativo es que estamos convirtiéndonos en simples consumidores. Lo admito. Es problema de desarrollo científico, de cultivar la investigación y la inventiva.

Mi nieto menor está por cumplir tres años, apenas habla, pero ya juega tomando fotos. Y otro de seis años y medio descubrió, antes que este mortal escritor, que el planeta Plutón no existe. Otro niño de los que apoyamos desde la biblioteca a los ocho años hace videos, para ello entra a programas informáticos y hace poco se le prohibió por un mes ingresar a ciertas aplicaciones o se le acusaría de hacker. Y ni siquiera ha terminado el segundo grado de educación básica. Es lo novedoso de la tecnología digital. ¿Debemos preocuparnos? ¿Qué será dentro de 10 años? En Costa Rica en las escuelas inclusivas usan el cuaderno electrónico y ya se convirtió en problema social conflictivo el UBER (uso de la web para tener transporte).

Y en Uruguay, Argentina y Paraguay se están haciendo talleres de “narrativa digital” en la escuela, usando formatos tecnológicos. No consiste en digitalizar la narración sino en interrelacionar creación literaria con programas de internet incorporando imágenes con textos. Se aplica la cultura digital como acción pedagógica.

Un amigo poeta me preguntó si yo colocaba ediciones de mis libros digitalizados. Respondí que no. “Busca esa alternativa”, me dice. Agrega: “Yo tengo 36 años y solo compro libros digitales”. Cierto. El actual lector electrónico tiene precios cómodos y su lectura es amigable. Incluso para quienes les gusta leer en la cama y subrayar. ¿Cómo leerán nuestros nietos? ¿Cómo haremos para evitar el aburrimiento en la escuela y evitar que la rechacen?

No se diga las bibliotecas, en 10 años tendremos usuarios que no se podrán atender si cerramos los ojos ante un futuro tan presente. Y ni Steve Jobs, ni Bill Gates, ni los japoneses con sus pokémones o los chinos con sus meseros robots son culpables de nada. Se trata de apropiarnos de una realidad a la que nos lleva el contexto tecnológico.

Lo anterior me hace retomar recuerdos de infancia. Cuando cursaba el octavo grado fui expulsado de la biblioteca pública. Pese a vivir en una provincia aislada de la metrópoli, desde temprana adolescencia me informé por mi madre de obras. Pero me informé por mi madre de obras literarias inexistentes en el mercado provincial. De acuerdo con José Mujica, los procesos de formación infantil están condicionados a su formación familiar; yo digo: también por la escuela. El bibliotecario no pensaba que aquel adolescente podía conocer la existencia de obras literaria que no se ofrecían en la biblioteca de San Miguel. Veamos mi programa diario de esa época.

De las 13 a las 17 horas jugaba fútbol, de lunes a sábado, imagínense el calor de esa ciudad. Cenaba en media hora y así como andaba vestido, iba una hora a recibir clases privadas de matemáticas y física. A las 19 llegaba a la biblioteca, sudoroso y despeinado, aún con grama de la cancha futbolera en los cabellos. Mi error fue pedir obras no adecuadas a mi edad, ni a la imagen que presentaba ante el bibliotecario, con mi facha de “cipote” que pregunta por libros extraños: Dostoyevsky, Víctor Hugo, Vargas Vila, Hugo Wast y Jorge Isaacs. El bibliotecario pensaba que me burlaba de él, pues me ofrecía revistas y enciclopedias que ya había leído de niño en la misma biblioteca, cuando era atendida por otro bibliotecario. Mis respuestas negativas las tomó como ofensas.

Terminó por acusarme de malcriado, de ser bromista irrespetuoso con los mayores, y fue el motivo de prohibirme entrar a la biblioteca. Por supuesto que golpeó mis emociones, aunque mi naciente espíritu crítico ya podía avaluar a aquella persona como inapropiada para estar en ese puesto. El bibliotecario desconocía obras y autores que yo mencionaba, y si los conocía, tomaba mis preguntas como burlas.

Muchos años después he concluido que mi imagen de joven sudoroso, despeinado y de edad casi infantil (flacucho, colocho y morenito para colmo) no respondía a alguien conocedor de esas obras. Yo aún no las había leído, es cierto, pero conocía todo Salgari; al personaje de la modernidad de esa época, Doc Savage; “Las mil y una noches”; a Mark Twain, y un menú reducido de lecturas que me permitían discutir con uno o dos maestros lectores. La asesora era mi madre, obras que ella había leído en su adolescencia pero inalcanzables para un hogar ya entonces deprimido y provincial.

Aquel bibliotecario me creó un trauma porque ya nunca pude leer en una biblioteca; debe ser libro propio, prestado o donado. Además, leo acostado. Por paradoja soy el director de la Biblioteca Nacional desde hace 16 años. Y mi deber es ponerla acorde con nuevos formatos, para lo cual recibo el apoyo necesario pese a tiempos de austeridad.

La pregunta me sigue obsesionando: ¿qué será de los menores de edad, como los infantes arriba mencionados, de quienes un adulto mayor como yo recibe lecciones de vida? Ellos nos necesitan abiertos a una realidad, informados, para orientarlos y aceptar sus requerimientos educativos que sean acordes con la modernidad tecnológica.



Fuente bibliográfica     
        ARGUETA, MANLIO, L.P., [sin fecha]. Lo digital y la tradición. La Prensa Gráfica [en            línea]. [Consulta: 4 septiembre 2016]. Disponible en: http://www.laprensagrafica.com/2016/09/04/lo-digital-y-la-tradicion. 

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