20 ene 2017
El extraño caso del libro electrónico
Por:
Basilio Baltasar
Se abrió
paso como una espléndida invención sin pensar en los riesgos que entraña
La
tecnología ejerce una extrañísima fascinación sobre los consumidores. Hay
motivos de sobra para creer que si un aparato deslumbrante y absolutamente
inútil se pusiera a la venta como novedad (y no digamos como innovación), los
clientes habituales se pondrían a la cola y se darían empujones hasta
conseguirlo.
El caso
más desconcertante de seducción masiva es el del libro electrónico. Desde el
primer momento se abrió paso como la espléndida invención que estábamos esperando.
Como si nuestra biblioteca se hubiera convertido en una insoportable carga cuyo
peso no nos veíamos capaces de acarrear durante más tiempo, el libro
electrónico irrumpió en nuestras vidas para acabar de una vez con los estorbos.
Según los publicistas, el ingenio ha acabado con los ácaros, con los agobiantes
problemas de espacio en las estanterías, con el enojoso ir y volver cargado
como una mula de las librerías. Se acabó eso tan poco higiénico de mojarse el
pulgar para pasar página, o lo de usar como punto de lectura un recorte de
periódico. Basta ya de agitar el plumero para quitar el polvo incrustado en los
lomos. Nunca más eso de prestar libros que no te devuelven. La tecnología
ha sentenciado el fin del libro de papel y así concluyen los nocivos hábitos
aparejados al viejo artefacto de Gutenberg.
La
conversación con el librero, en la que concluye el laberíntico sendero que
conduce a los libros que no buscamos, el intuitivo encuentro con la obra de un
nuevo autor, el íntimo discurrir del lector que a nadie da cuentas, el
libérrimo gesto del que elige sin dejar huellas de lo que hace, el ejercicio de
hojear y ojear un libro para saber si nos conviene, el fulminante vistazo con que
uno entiende lo que hace el editor, el perfume que destilan la cola del
encuadernador, el papel y la tinta del impresor, ese mirar de reojo lo que
compra una desconocida, los fetichistas que guardan los libros firmados de puño
y letra por el autor, los coleccionistas que conservan las dedicatorias como el
rastro de una devoción… Toda esta sensualidad desaparecerá al fin.
La
teoría política que reconoce como un logro moral de la Historia la autonomía y privacidad del
individuo, considera escandaloso el yugo mercantil de la tecnología.
El usuario del libro electrónico no es propietario de sus libros. No podrá
dejarlos en herencia. No puede prestarlos. A diferencia del lector instalado en
su biblioteca de papel, el abonado al libro electrónico acepta una dependencia
inconcebible: pagar
una y otra vez, cuantas veces se le exija, el acceso a “su” biblioteca.
Cuando la pantalla de su terminal se agote, cuando los programas sean
obsoletos, cuando las aplicaciones no sean actualizadas, cuando al servidor
(sic) le convenga, cuando al fabricante le urja… Y eso después de hacer cedido
al propietario de la “nube” la potestad de abrir o cerrar cuando le parezca
bien el acceso a ciertos ejemplares de la biblioteca.
Si ya
resulta patético esto de pagar, no te
digo lo que puede llegar a ser la renuncia deliberada a la privacidad. Ser
vigilado, computado, censado o rastreado por un algoritmo no es menos
inofensivo que serlo por un inquisidor. Que nuestros gustos intelectuales y
preferencias estéticas sean archivadas en un gigantesco almacén de identidades
y vendidas al mejor postor, no es algo que uno deba tolerar alegremente.
Podría
ocurrir que se nos imponga. Pero que al menos sea sin nuestro consentimiento.
Ni nuestro dinero.
Fuente bibliográfica
BALTAZAR., BASILIO, 2017. El extraño caso del libro electrónico. EL PAÍS [en línea]. [Consulta: 20 enero 2017]. Disponible en: http://ccaa.elpais.com/ccaa/2017/01/07/catalunya/1483814441_648534.html.
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