10 oct 2011
Escribir en el trabajo
Por: Félix Romero
Daria Galateria aborda en «Trabajos forzados» (Impedimenta) la vida laboral de algunos escritores: Orwell fue policía y marmitón; Bukowski, cartero; Kafka, agente de seguros; Giono, empleado de banca; Chatwin, experto en una casa de subastas... En este reportaje, algunosescritores hablan de la relación que han mantenido, o que todavía mantienen, con trabajos que no son la literatura.
Vicente Gallego (Valencia, 1963), Premio Loewe de Poesía, trabaja por la noche, pesando camiones de desperdicios. Le gusta su trabajo y cree que «lo esencial de este trabajo es que me ha hecho uno con la naturaleza, ya que se cumple en el monte; y los grandes amigos que me ha regalado. No lo siento como un trabajo forzado, sino que ha sido una bendición, otra cortesía de la vida».
A Borges le nombraron, para humillarle, «inspector de pollos, gallinas y conejos», pero se ganó la vida como bibliotecario. Bolañofue vigilante de un camping, y en esa ocupación lo retrató en «Soldados de Salamina» Javier Cercas. Mercè Rodoreda se ganó la vida cosiendo durante su exilio en Francia: cosía todo el día, y sólo se veía con fuerzas para escribir cuentos y unos pocos poemas que enviaba a los juegos florales. Mutis trabajó para la Standard Oil, pero tuvo serios problemas de gestión que le llevaron a la cárcel, como cuenta José Ovejero en «Escritores delincuentes» (Alfaguara). García Hortelano era funcionario, Martín Santosera psiquiatra y Juan Benet, ingeniero. Agustín Fernández Mallo es físico, Guillermo Martínez, matemático, y Andrés Navarro, arquitecto.
La lista de oficios con los que los escritores se han ganado la vida es larga, pero no abundan en ella los futbolistas profesionales. Nicolás Melini (Canarias, 1969), que hace unos meses publicó su nuevo libro de cuentos, «Pulsión del amigo» (KRK), lo fue y piensa que «es una de las actividades más creativas que he realizado. Ciertos momentos del juego, un pase, un quiebro inspirado, son, de lo que he vivido hasta ahora, lo más parecido a cuando escribo algo que me gusta, ese fogonazo de poesía. El futbolista lo realiza en el espacio, en conexión con otros (compañeros), a pesar de la oposición de otros tantos (rivales), inspiración y épica y representación de todo ello, teatrillo o, si se quiere, circo romano. No siempre es hermoso, también hay momentos aciagos: las cosas no salen, el rival no te deja... pero, como en el caso de los poetas, se trata de perseguir, sin descanso, ese instante pleno de lucidez en el que todo vuelve a fluir y resulta, de nuevo, mágico».
Tampoco abundan en esa lista los paseadores de perros, tarea a la que se dedicó Sergio Galarza (Lima, 1976) y que le inspiró su última novela, El paseador de perros (Candaya). Así ve su experiencia en ese y en otros empleos: «Fui paseador de perros durante más de dos años, de lunes a domingo, festivos incluidos. Escribí más que nunca, leía en el metro y en los autobuses hasta quedarme dormido, salía de fiesta a morir, amé, me hundí, la vida se acababa cada día. Luego fui chofer de unas niñas de colegio pijo y traté de cultivarles Radio 3, la vida se seguía acabando de otra manera. Ahora curro en una librería y por fin la vida parece el futuro, pero yo escribo como si mañana todo se fuera a ir a la mierda».
Vendimiador y cajero de un bingo fueron algunos de los trabajos deAntón Castro (Galicia, 1959), que acaba de publicar un libro de relatos, «El testamento de amor» de Patricio Julve (Xordica). Recuerda así los comienzos de su vida laboral: «Mi primer empleo fue en la vendimia de Cariñena. Desconocía la existencia del cierzo y al cabo de ocho días tenía lumbalgia. Trabajé cinco años en un bingo, hasta las tres de la mañana: me encantaba repartir cartones, poner premios y mientras cantaban los números escribía poemas y cuentos. Conocí a mucha gente, historias sobrecogedoras y cotidianas. Jamás he jugado al bingo».
Lola López Mondéjar (Molina de Segura, 1958), que publicó hace unos meses su nueva novela «Mi amor desgraciado» (Siruela), hace compatible su trabajo como psicoanalista y la escritura: «Cada semana paso treinta horas junto a personas que sufren. Abro en silencio mi consulta, un sitio soleado y cálido, al abrigo de la intemperie del mundo, repaso las historias clínicas de mis pacientes, y me instaló detrás del diván a la escucha de sus respectivos mundos. Cuando termino, al caer la noche, el mío, maltrecho, se repara en la ficción».
El protagonista de su última novela, «Diles que son cadáveres» (Mondadori), es ataché cultural de la embajada mexicana en Dublín, una tarea que el mismo Jordi Soler (México, 1963) desempeñó hace un tiempo. De su experiencia diplomática recuerda algunas anécdotas: «Inventé una biblioteca de autores mexicanos en Trinity College, en Dublín. Una biblioteca muy modesta que ocupa un porcentaje mínimo de una estantería. Durante meses pedí a editores y a escritores mexicanos que me enviaran libros (y que pagaran ellos los envíos) y la respuesta fue asombrosa. El día de la inauguración salí feliz del Trinity College, con la sensación de que acababa de estrechar los lazos culturales entre México e Irlanda. Me subí a un taxi rumbo a la embajada y el chófer me pregunto dónde había nacido; le dije que en México y él me respondió; "claro, y habla usted inglés porque en México se habla inglés, como en Estados Unidos, ¿no?". Y antes de que pudiera responderle nada se lanzó a elogiar a la cantante mexicana Shakira, que es colombiana».
Ismael Grasa (Huesca, 1968) ha dedicado su último libro «La flecha en el aire» (Debate) a reflexionar sobre su experiencia como profesor de filosofía, pero antes de dedicarse a ladocencia, pasó años en la hostelería: «Trabajé un verano en una terraza de la Latina y después durante dos años fui camarero de fin de semana en el Vips de Sor Ángela de la Cruz. Empecé de ayudante, llevando charolas –de ahí el apodo de uno de los personajes de mi novela De Madrid al cielo– y montando mesas, y puedo decir que prácticamente me quedé en ese rango. Fui siempre en el turno de noche. Recuerdo el olor del chaleco sucio de sirope».
Ismael Grasa recuerda ese tiempo como una etapa no muy mala de su vida, pero para muchos escritores dedicarse en exclusiva a la literatura sigue siendo un sueño, que no siempre resulta maravilloso cuando se cumple.
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