Fuente: http://www.elpais.com/articulo/cultura/Pasiones/bibliotecarias/elpepicul/20111019elpepicul_3/Tes
19 oct 2011
Pasiones bibliotecarias
Por: Manuel Rodríguez Rivero
Escudriño los anaqueles atiborrados de
volúmenes (tengo, falta, falta, tengo) fotografiados en las páginas de Donde
se guardan los libros (Siruela), la última incursión de Jesús
Marchamalo por las bibliotecas de notables escritores vivos, mientras me
pregunto cómo sería esta obra si se escribiera y publicara dentro de medio
siglo, cuando las tecnologías de la lectura hayan reducido el libro analógico a
objeto de semilujo, como una especie de excepción a la (entonces más que
probable) regla digital.
Incluso ahora, lejos todavía de ese escenario, y
cuando la mayoría de sus propietarios no dispone de tabletas lectoras, esas
cercanas bibliotecas de amigos y conocidos ya tienen algo de pleistocénicas,
como de vitrinas de anticuario repletas de atrabiliarios artefactos, como de
barracas de feria en que se exhibe un saber remoto, lento y obstinado, quizá
redundante, en todo caso desmesurado e inabarcable.
José Gaos decía que una biblioteca personal no
era, en realidad, más que un proyecto de lectura, una declaración de
intenciones acerca de todo lo que su propietario pensaba leer o releer o
revisitar en el resto de su vida. Dejémonos de malentendidos: en toda
biblioteca privada que merezca ese nombre hay -y debe haber- muchos, muchísimos
más libros de los que su propietario leerá a lo largo de su existencia.
Si uno
no adquiriera el siguiente hasta haber terminado el anterior, la industria
editorial habría desaparecido hace unos cien años, justo cuando comenzó a
despegar como negocio digno de tal nombre: como todas las que fabrican bienes
culturales, la de los libros también subsiste merced a los frecuentes caprichos
("impulsos" lo llaman los mercadotécnicos) y reiterados autoengaños
de sus consumidores.
Por
lo demás, cualquier biblioteca individual suficientemente poblada alberga
tantos vestigios de la biografía de su dueño como restos prehistóricos los
estratos de la garganta de Olduvai.
En los anaqueles más inaccesibles (o en la
polvorienta fila interior) de la que serpentea por las paredes de mi casa, por
ejemplo, podrían encontrarse desde novelas ilustradas de Salgari y tebeos de
Mandrake el Mago, obsequiados por mis padres en lejanísimas convalecencias de
tos y jarabe, hasta marxismos-leninismos (y anarquismos, y reiterados volúmenes
sobre drogas liberadoras, técnicas sexuales "modernas" y demáskamasutras, antipsiquiatría,
cancioneros de Janis Joplin y tomos encuadernados de Film Ideal) subrayados
o anotados con la pasión intransigente del converso que cree que, por fin,
entiende de qué va el mundo.
Almacenar
libros puede ser también (pero uno nunca lo sabe hasta más tarde) una pasión
autobiográfica, la lenta construcción de una abultada crónica de lo que uno ha
sido y de lo que uno quería ser. En cierto sentido, una historia intelectual de
su curiosidad.
Por eso se hace tan difícil el expurgo, la poda, el desbroce:
los cada vez más meritorios (y precarios) bibliotecarios profesionales, que en
las dos últimas décadas se han enfrentado a profundos cambios en su entorno
laboral y en la concepción misma de su admirable oficio, utilizan metáforas
agrícolas o jardineras (weeding, en inglés, désherbage, en
francés) para designar eufemísticamente la tremenda operación de suprimir
libros con objeto de dar espacio a los recién llegados.
Algo diferente, en todo
caso, a lo que les sucede a los propietarios de las bibliotecas inventariadas
por el minucioso inspector Marchamalo, para los que, seguramente, resulta más
sencillo e incruento desprenderse de lo más nuevo, de lo que aún no está
enraizado en su biografía sentimental y profesional.
Llega un momento en que
uno comprende no solo que el saber ocupa lugar, sino también que hay saberes
que ya no interesan y otros que sí, pero que no pueden caber en ningún libro,
porque son de algún modo intransferibles y, quizá, inefables.
Sucede cuando uno
se va haciendo mayor y contempla su biblioteca con la misma perplejidad que un
arquitecto el edificio que un día esbozó en una servilleta de papel.
Fuente: http://www.elpais.com/articulo/cultura/Pasiones/bibliotecarias/elpepicul/20111019elpepicul_3/Tes
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