23 nov 2011
Los nuevos libreros
En un cd en un colectivo o en una tableta de Ipad aparecen conjuntos de textos que aseguran ser libros. Se habla de formas más eficaces para leer. De obras más baratas. De bibliotecas virtuales capaces de abarcarlo todo. Aquí, algunos casos.
Esa puta pastilla de cianuro ya parece no haber cambiado ni una partecita del mundo. Ni el suicidio triste. Ni esa locura. Ni esa imaginación. Ni todo lo perspicazmente sonriente que puede volverse una infancia después de colorear la mirada con esas frasecitas que arman Cuentos de la selva, que narraba Horacio Quiroga. “Diez pesos, sólo diez pesos”, empezó a gritar el vendedor cuando se subió al rojinegro 55 y decidió presentar el producto a gritos: “Todo Quiroga, Borges, Bioy Casares, Cortázar, Soriano, Fontanarrosa, Beckett, Neruda, Cervantes y más de mil libros en un sólo CD. Una gran oferta, en un precio increíble”.
Todos los días, el comerciante deambulante ofrece diez cifras de literatura para leer en la computadora. Sin olor a libro. Sin costuras en las páginas. Con palabras tecnologizadas. Sin el recuerdo imaginativo de las palabras punzadas y transpiradas de un Quiroga que entre sus locuras diseñaba un mundo de tortugas irreales y coatíes. Con el asombro redundante de la tumbas de Miguel de Cervantes y de su Don Quijote.
“Señoras y señores, esta es una oferta increíble: el otro día una mamá me decía que pagó Cuentos de la selva a veinte pesos. Haga la cuenta: acá está pagando un centavo por libro”, explicaba detenidamente, mientras los pasajeros se dividían entre los que se frotaban las manos y disfrutaban de una oportunidad mercantil increíble, y los que esperaban que el vendedor admitiera que se trataba de una broma para la televisión.
“Pero la oferta no termina acá, para que vean que esto es un producto realmente serio, tenemos los libros más pedidos del momento: todo Jorge Bucay, todo lo de Bernardo Stamateas, todo lo que usted necesita en materia de autoayuda”, seguía el monólogo, que en sus repercusiones desafiaba a todos aquellos que planteaban el decaimiento irreversible del consumo de literatura: cada vez que el vendedor entra a un colectivo vende entre tres y cinco cd’s. Un promedio de treinta por día. Trescientos pesos la jornada. A esta altura de su vida, el comerciante deambulante admite que sería igual si ofreciera chupetines, lapiceras o dvd’s: “A mí me da lo mismo, si pudiera trabajar de otra cosa lo haría, pero con esto de los libros virtuales me está yendo muy bien”.
En el medio del colectivo, llegando a la crítica consecutiva número ciento cuarenta y dos a una maestra, en menos de quince minutos de viaje, dos madres de primaria sonríen como si un boleto de lotería a la gloria les hubiera caído. “Con esto nos ahorramos un montón de kilombos”, le dice una a la otra, pero apenas esto les dura un segundo porque ya la circunstancia les da un pie para remontar su conversación y la vorágine de insultos a una profesora rubia y sonriente.
Pero no. Esa es la única oferta. Digamos que esa es simplemente una maniobra de un profesional que hace lo que puede para llevarle de comer a sus hijos. Más complicado, más complejo y –por su magnitud- más tremendo. Porque hace tiempo, antes que el vendedor captara la atención de los colectivos, la empresa Apple sacó el Ipad, una tableta donde se puede cargar libros y leerlos de forma digital. Y no es que es un invento nuevo, ya que hace dos años copó el mercado internacional y ahora, en Argentina, ya comienza a hacer furor, en un comercio que la recibe abonando nada más que entre seiscientos y tres mil pesos.
¿Qué estaría pensando Quiroga si viera esto? ¿Qué diría Borges si se encontrara con semejante situación? ¿Cómo le contaría Cortázar a su axolotl de Bestiario la anécdota? ¿Qué respuesta tendría el Quijote a tamaña aventura? Terminan los veinte minutos de fama del vendedor en el 55. El trayecto del colectivo sigue su recorrido. Los que disfrutan de mirar la ventana, disfrutan de la ventana. Los que duermen, siguen durmiendo. Los que leen, leen en papel.
La historia, increíble y patética y agonizante, se guarda dos confesiones en el ocaso de la contratapa: el periodista no compró el cd porque temía encontrar el cuerpo de Quiroga rodeado de esa pastilla de cianuro que lo encaminó al suicidio; el vendedor, el comerciante deambulante, nunca había leído Cuentos de la selva.
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