Las tecnologías tienen más conexiones con la biología de lo que se cree. No respiran pero se reproducen y expanden. No están vivas pero mutan, alteran su forma en el andar de su existencia. Lo que hoy son mañana dejan de serlo. Eso sí: sin teleologías, sin flechas del tiempo, sin determinismos. Sólo hay que mirar alrededor, cerrar los ojos y recordar cómo eran hace dos, cinco, diez años esos objetos inertes –pero funcionales– tan naturalizados que cuesta imaginar el espacio de la privacidad sin ellos: los televisores, las radios, las computadoras, las heladeras, los celulares y muchos más etcéteras de hoy son distintos –pero no tanto– de los de ayer y anteayer.
Los libros también. Parecerá extraño pero desde hace tiempo que se cuelan en la categoría de objetos tecnológicos pese a su consistencia orgánica y no magnética: no devoran electricidad ni reluchen enchufes; el silicio no es su principal elemento químico ni hay que llevarlos al service de la esquina en caso de dejar de funcionar simplemente porque no se averían.
Y aun así entran de lleno en la categoría de artefactos, los más importantes de la civilización humana. Son el núcleo alrededor del cual orbitan las principales religiones: el cristianismo tiene la Biblia, el judaísmo la Torá, el islamismo el Corán. Además de refugios de la memoria, son máquinas-dispositivos-interfaces que hace más de siete mil años, en sus diversas formas, reconfiguran el pensamiento humano, las bases profundas de su aprehensión espacio-temporal.
Sin embargo, pareciera que tal impacto y centralidad en la cultura global no fuera suficiente. El libro, tal como lo conocemos, parece condenado a morir, a desaparecer como los pterodáctilos, los gliptodontes, el pájaro Dodo. Como se lee: parece, al menos en los discursos extincionistas fogoneados por evangelistas tecnológicos –sepultureros digitales– que hinchan por y desde las pantallas.
Los gurús de internet son plenamente politeístas. Su dios principal es el ebook Kindle, de la megatienda virtual de Amazon.com, secundado por deidades menores como el Reader de Sony, el holandés iLiad, el Papyre, el CyBook, y siguen los nombres.
Aunque el papel y la tinta resisten, mientras el mundo desde hace años espera que algo suceda (pero no sucede).
LA BIBLIOTECA TOTAL. Hace unos años, Kevin Kelly –escritor y voraz curioso estadounidense– hizo uno cálculo imposible y arrojó, fiel a su costumbre, una predicción. “Desde los días de las tableta sumerias de arcilla hasta hoy –dijo–, los humanos han publicado unos 32 millones de libros, 750 millones de artículos y ensayos, 25 millones de canciones, 500 millones de imágenes, 500 mil películas, 3 millones de videos y shows de TV y 100 mil millones de páginas web públicas. Todo este material está actualmente contenido en todas las bibliotecas y archivos del mundo. Cuando todo esto haya sido digitalizado, la cultura humana estará comprimida en discos de 50 petabytes”.
El pronóstico del fundador de la revista Wired se inspiraba y nacía de un deseo milenario que tuvo su breve concreción en la biblioteca de Alejandría, construida en el 300 a.C.: condensar en un solo lugar todo el conocimiento, pasado y presente. La explosiva irrupción de la web y su arma letal –los buscadores, la verdadera revolución– reflotaron ese anhelo coleccionista y acaparador.
Los años pasaron, ciertas esperanzas se evaporaron y otras tomaron nuevos rumbos: pese a la multiplicación astronómica de textos linkeados en un trayecto de lectura infinito, pese a los esfuerzos muchas veces repetidos y las descargas compulsivas, quedó demostrado que la lectura electrónica –el consumo textual en la pantalla– no era ni es equiparable con la lectura tradicional.
Ni siquiera son procesos iguales en términos neurofisiológicos: la lectura en la pantalla es una actividad complicada básicamente porque intervienen ambos hemisferios cerebrales. Leer un texto impreso sobre papel, en cambio, involucra principalmente al hemisferio izquierdo. Como describe el mediólogo Robert Logan en El fin de los medios masivos: el comienzo de un debate (Ed. La Crujía), no importa la resolución del monitor o del gadget: leer un libro en una pantalla implica que, primero, el hemisferio derecho convierta en el cerebro píxeles en letras y que luego el hemisferio izquierdo convierta las letras en palabras, oraciones, significados.
De ahí la breve retención de lo visto en el monitor, su intrascendencia y su incipiente impacto emocional. Hasta que la pantalla tuvo descendencia: los lectores de ebooks abrazaron la movilidad pero no el apego fetichista e irracional despertado por aquellos millones de átomos que, engarzados, conforman letras, oraciones, párrafos, capítulos, páginas, en fin, libros de papel.
LA PRÓXIMA MIGRACIÓN. Los intentos fueron muchos pero fue en 2007 cuando nació el principal competidor, el heredero para los digitalistas: la tableta tecnosumeria de Amazon.com, el Kindle, que vino a sumar un nuevo desceso a las muertes ya anunciadas pero no del todo cumplidas: el fin de los grandes relatos (Jean-François Lyotard), el fin de la historia (Francis Fukuyama), el fin del trabajo (Jeremy Rifkin), el fin de la ciencia (John Horgan).
La tan anunciada revolución –la “proxima migración”– es tan poderosa que, curiosamente, no se ha desparramado por el mundo. El Kindle, por ahora, es un iPod de lectura estadounidense y para estadounidenses que tibiamente se hace ver en subtes y colectivos del país del norte pese a sus constricciones: además de caro –su precio ronda de 300 dólares para arriba–, es un dispositivo cerrado e individualista; no se le puede “meter” un PDF ni compartir los ebooks comprados.
Su genialidad radica en su veta acaparodora y portable: la factibilidad de que se convierta en aquella tan buscada biblioteca total que ansiaba Kelly; poder contener y transportar en un solo rectángulo todo el saber humano. Por eso, los ebooks son tan atractivos: apelan al afán coleccionista moderno, el mandato de acumular y descargar todo lo posible –revistas, música, videos, películas– aunque no haya garantía cierta de que tales producciones sean leídas, escuchadas, vistas.
Con la misma retórica de los infomerciales, en la web abundan los ensayos adulatorios que aplauden el Kindle y pronostican terremotos culturales –la aparición de la lectura y escritura colectiva, libros comentados y “wikiconstruidos”– aunque prescinden de la pregunta principal: ¿Los libros electrónicos son libros?
EL FAHRENHEIT DIGITAL. Aquellos que se resisten a abandonar el papel y se niegan a ver y asistir a funerales editoriales recurren al argumento romántico, afectivo y fetichista. Piensan en los libros impresos como medios pero sobre todo como objetos: les gusta cómo huelen, los tranquiliza su tacto y saben que sus tapas y páginas exhiben la historia de una apropiación; aquello que Walter Benjamin denominó “el aura del libro”. Y los defienden como el mejor hardware e interfaz incapaz de quedarse sin baterías o romperse un minuto antes de llegar a la última palabra.
No hay que ser Ray Bradbury para mirar tanto frensí tecnológico alrededor del Kindle con cierta duda. Hace unos días, los usuarios del popular ebook salieron encolerizados a protestar contra la tienda de Jeff Bezos por un hecho nada menor: de un día para otro, Amazon borró vía WiFi sin ningún tipo de permiso o aviso las novelas Animal Farm y 1984 de George Orwell de todos sus Kindles. Amazon se disculpó pero la quema de libros se había consumado: en hogeras de bits.
En términos de Zygmunt Bauman, los lectores de ebooks serían simplemente libros líquidos, libros infinitos de letra gris, borrosa y adaptable a la vista, sin numeración en páginas, capaces de ahorrar espacio en estanterías.
Tal vez la migración sea inminente y los libros táctiles y atómicos desaparezcan en 10 o 20 años como lo hicieron las enciclopedias y manuales tradicionales. Quizá no y en vez de cancelarse mutuamente libros de papel y libros electrónicos convivan potenciando la costumbre humana e inagotable de buscar saber siempre, saber más.
LA MUTACIÓN DE LAS INTERFACES
1) TABLILLAS DE ARCILLA. Por los análisis de carbono 14 se sabe ahora que las civilizaciones sumeria, mesopotámica, hitita y minoica comenzaron a usar tablillas de arcilla en el año 5500 a. C. La aparición de la escritura (cuneiforme) separó las aguas: la prehistoria de la historia. Se trataba de un procedimiento muy gourmet: se solía escribir en tablillas de arcilla blanda de alrededor de 10 centímetros, utilizando un palo fino o estileto. Cuando la arcilla se secaba, era cocida en hornos para que quedara firme. La técnica se expandió tanto que la escritura cuneiforme predominó en casi toda Asia en el tercer milenio a.C. . Gracias a excavaciones arqueológicas modernas efectuadas en los asentamientos sumerios, como Eridú, Kish, Uruk, Lagash y Ur, se pudieron recolectar casi medio millón de documentos, entre ellos registros de transacciones; listas de reyes y relatos literarios y religiosos.
2) PAPIRO. Los rollos de papiro –o volumina– le aportaron liviandad al acto de registrar todo por escrito. Se hacían con los juncos del delta del río Nilo y llevaban una etiqueta con el nombre del autor. El rollo más largo que se conoce es de 40 metros y se encuentra en el Museo Británico de Londres. Si bien el rollo de papiro más antiguo que se conoce es del 2400 a. C., se cree que los rollos fueron producidos en serie mucho tiempo atrás. A partir del siglo III a. C. , el calamus –una caña rígida y afilada– empezó a usarse como instrumento de impresión. La tinta utilizada, por su parte, estaba compuesta de hollín o carbón vegetal, mezclado con agua y goma de gran calidad, lo cual queda demostrado ya que los textos perduraron miles de años.
3) PERGAMINO. Se dice que fue inventado por Eumenes III, rey de Pérgamo, y que su producción acomenzó en el siglo III a. C. Gracias al material con el que estaban hechos –cordero, vaca, asno, gacela, antílope–, podían ser mejor conservados y permitía una acción clave: borrar y reescribir el texto. A los romanos mucho no les gustaba el blanco y acostumbraban a teñir los pergaminos de amarillo o rojo. Los pergaminos se escribían en ambos lados y se volvieron en la Edad Media tan costosos que en muchos monasterios acostumbraban a rascar o lavar el texto anterior y reemplazarlo por uno nuevo; estos escritos son conocidos como palimpsestos.
4) CÓDICES. Los códices reemplazaron a los pergaminos alrededor del siglo III e imperaron durante toda la Edad Media. Sus hojas eran cosidas y su nueva disposición permitía que los textos fueran leídos con mayor facilidad. Sus grandes guardianes y productores fueron los monjes que en el scriptorium copiaban cada volúmen a mano. Los códices, sin embargo, no fueron soportes exclusivamente centrados en temas europeos. Están, por ejemplo, los códices mayas, libros escritos antes de la conquista, que muestran algunos rasgos de dicha civilización. El papel inventado por los mayas, conocido como “huun”, era superior en textura, durabilidad y plasticidad en relación con el papiro egipcio.
5) IMPRENTA. Más que un cambio de formato, la imprenta del herrero alemán Johannes Gutenberg (siglo XV) –que recicló métodos chinos– implicó una multiplicación exponencial y una expansión mundial del saber. La escritura, finalmente, sustituyó en gran medida a la transmisión oral de las tradiciones y conocimientos. Recién a finales del siglo XVII, apareció el punto y aparte y la división en párrafos y capítulos. La genialidad de Gutenberg no estuvo en la elaboración de una máquina sino en los tipos móviles: en lugar de usar tablillas de madera, que se desgastaban con el poco uso, confeccionó moldes en madera de cada una de las letras del alfabeto y luego rellenó los moldes con hierro. Su primera tirada fueron 150 Biblias.
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