13 abr 2011
Leer, el vicio que nos salva
Por: Angélica
Goorodischer escritora rosarina
En un momento
de tedio, en un día de desdicha, ¿qué hacemos sino refugiarnos en un libro? “No
conozco”, decía el señor de Montaigne, “ninguna desventura que no desaparezca
cuando se tiene entre las manos, frente a los ojo, un buen libro”.
Cuando estamos
así, acompañadas por un buen libro, nos parece que el tiempo no existe, que esa
actividad, sentarse a leer, nos viene desde siempre. Nos parece que es tan
familiar y conocida como si hubiera nacido con el mundo o con el big-bang.
Leer,
internarse en el reino de la palabra escrita, nos facilita la vida, nos ayuda a
conocernos y nos abre las puertas de lo que seremos algún día. Sabremos,
gracias al libro, ese inmortal, que el futuro no ha de ser mezquino y oscuro
sino brillante, rico y fecundo. Que podremos elegir. Y no es poca cosa.
Sin embargo, la
lectura en el libro, a través del libro, no nació con la humanidad. La gente,
incluyendo al señor peludo que vivía en las cavernas y que según la leyenda
portaba una especie de bate de béisbol pero mucho más rudo y se llevaba a su
novia de los pelos por entre los helechos gigantes, los torrentes y los montes,
la gente siempre leyó los textos que el mundo le ofrecía. Desde el momento en
el que nos erguimos sobre nuestras extremidades inferiores y pronunciamos la
primera palabra, comprendimos que podíamos dejar nuestra huella a nuestro paso
y que alguien, probablemente otro señor peludo con algo contundente a su
alcance, iba a interpretar lo que esa huella había intentado decir. Por
ejemplo, una ramita cortada que señalaba hacia el norte querría decir “para
aquel lado hay buena caza”, o tres piedras en fila al borde de un sendero
significaría “cuidado que allá hay animales feroces”, y así por el estilo.
¿Es eso ya la lectura?
Probablemente sí, en un sentido muy
amplio. No es, claro, la lectura que nosotros conocemos, y nos
preguntamos, ¿cómo fue que de la ramita cortada y de las tres piedras llegamos
a este objeto mágico que pone bajo nuestros ojos la ficciones de Borges y los
sonetos del señor Shakespeare más el Eternauta de Oesterheld y la Poética de Aristóteles?
Es fácil
contarlo, es fácil hacer un inventario de lo que le fue pasando a esta especie
de animales raros que poco a poco perdían el pelo, agrandaban su caja craneana,
se paraban sobre sus patas traseras y en vez de gruñidos y aullidos proferían
pequeñas unidades de sonido que todos entendían. Pero no fue tan rápido ni tan
sencillo, sólo que para comprenderlo hay que reducirlo a unos pocos párrafos.
Probablemente
la humanidad comenzó a hablar hace cientos de miles de años y esta cifra es
sólo una aproximación arriesgada. Lo que sí es cierto es que la adquisición del
lenguaje nos hizo humanos. Pasaría mucho tiempo hasta que eso que se hablaba
llegara al signo escrito. En concreto, estamos escribiendo desde hace nada más
que seis mil años, una pavada, un pestañeo de la historia.
Y si saltamos
hasta hoy, nos encontramos con que poco a poco ese asunto de la palabra escrita
nos fue infundiendo nuestra identidad como seres humanos. Somos humanos porque
hablamos y somos humanos pensantes, razonantes y reflexivos porque leemos.
Somos mortales porque leemos. No habitamos ya el paraíso en el cual éramos
comparables tanto a los leones como a los corderos, porque sabemos qué y
quiénes somos.
Es lo mismo que
decir que si no tuviéramos escritura y por lo tanto lectura, estaríamos, sí, en
el paraíso, en una tierra para siempre yerma en la cual no habría diferencias
entre nosotros y las otras especies que habitan este mundo. No habría ciudades.
No habría cocinas ni automóviles ni escuelas de gastronomía ni clubes ni
templos ni collares ni estatuas ni relojes ni sombreros ni universidades ni
lámparas de bajo consumo ni pan ni lápices de colores ni teléfonos ni nada.
Sólo el desamparo de seres que no saben quiénes son ni qué son ni qué lugar
ocupan en el vasto universo.
Pero leemos.
Leemos y no sólo hay todo eso sino que podemos reflexionar sobre nosotros
mismos, nuestras elecciones y nuestros destinos. Leemos y somos responsables:
ya no se trata de una ramita cortada. Ahora los signos de tinta o de luz nos
dan la medida de nuestra humanidad.
Rosario, 10 abril
2011. Diario La Capital de Rosario
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