9 ago 2013
La donación (un cuento de bibliotecarios)
Por: Isabel Garin
Al
principio, y durante mucho tiempo después, conté los días desde que
nos habían traído aquí. Para hacerlo, me guiaba por una luz pálida que nos
llegaba cada catorce o quince horas desde una ventana alta y
estrecha. También algunos otros los contaban porque desde mi lugar
podía oír sus murmullos de registro, disminuidos, como
cuentas apagadas, sofocadas entre las muchas capas de papel.
Luego de un par
de horas esa luz se atenuaba, se retiraba con suavidad pero sin dudar, y
nos dejaba otra vez en la oscuridad de nuestra larga noche.
Alguna vez que me
desperté en lo oscuro advertí que no sabía si la luz ya había
pasado por la ventana una vez, o más de una vez. Hice un cálculo
provisorio para seguir llevando la cuenta pero después la luz del
invierno fue breve y mezquina, alguna tarde de cielo gris casi no se hizo
ver, volví a dormirme varias veces dándome cuenta que me sucedía cada vez
más a menudo y por más tiempo, y al fin dejé de contar. Lo mismo le habrá
ocurrido a los demás, porque hace ya mucho que no oigo aquellos rumores de
apagada contabilidad.
A pesar de
estas imprecisiones tengo perfecta memoria de mis orígenes.
Nosotros vivíamos en la casa de un médico que nos amaba. La casa era espaciosa,
llena de luz, y él y nosotros nos acompañábamos con fervor. Nos gustaban las
tardes en que nos repasaba en los estantes, observando algún título allá y acá,
tocándonos apenas con las yemas de los dedos, casi sonriéndonos, para
después sentarse a trabajar en su escritorio. O las mañanas de los domingos
cuando se hacía presente tarareando alguna canción y abría las
ventanas invitándonos a respirar, y sentíamos su mirada complacida sobre
nosotros.
Con el andar de
los años el doctor fue llenando los estantes y colocando más
estantes que volvían a llenarse. Yo no la he visto, porque he salido de
mi ubicación solo al escritorio donde él me consultaba, pero sabía que había
otra sala igual o más grande que la mía, también con las paredes cubiertas de
estantes que fuimos ocupando. Igualmente, recuerdo que la esposa
del médico solía rezongar a raíz de nuestra proliferación, y un par de veces
los escuché discutir por ese motivo.
Después, cuando
el médico ya tenía nietos, instaló en su escritorio una computadora.
Puedo asegurar que al principio la mayoría de nosotros no sentimos ninguna
prevención hacia ella, no nos sentimos amenazados en lo más mínimo, y no
desprendíamos todavía ninguna conclusión que pudiera afectarnos por su
presencia. Traté de establecer algún contacto con ella, pero
ella no dialogaba ni conmigo ni con otro cualquiera. No por
hostilidad o indiferencia, creo yo, sino simplemente porque no sabía
hablar con quien no fuera su igual. Había nacido máquina, no vivía
en los estantes, no tenía árboles como ancestros y la electricidad la
recorría. Venía de otro universo.
La primera
conclusión inquietante para nosotros fue un tiempo después, cuando
a raíz del tiempo que el médico leía en la computadora (nosotros íbamos
sabiendo de a poco los usos de esa máquina), su esposa comenzó a
reclamarle espacios en las paredes. Su argumentación era más sólida ahora,
porque tenía mucha lectura en ese espacio llamado pantalla, y creo que el
doctor empezó a considerar la cuestión. Me sentí desolado cuando un fin
de semana escuché que vaciaban los estantes de la otra sala, y no supe el
destino de los que los ocupaban. A unos pocos, el doctor los trajo a mi sala y
los ubicó donde era posible, acostados sobre otros, o apilados sobre alguna
silla.
Después…El médico
seguía apareciendo alegremente las mañanas de los domingos pero creo que ya no
nos saludaba a nosotros. Abría las ventanas, respiraba el aire fresco, pero lo
hacía mientras esperaba que su computadora se iniciara. Yo extrañaba muchísimo
el contacto de sus manos.
De cualquier
forma nunca nos olvidó. En algunas vacaciones se disponía a
ordenarnos, nos limpiaba, nos volvía a abrir y a releer, nos
re-ubicaba. La esposa solía hacer algunos comentarios por los cuales
conocí que nuestra edad era algo importante, que algunos de nosotros
éramos más viejos que otros, y que ya para esa época todos éramos viejos…Hasta
ese momento, el doctor nunca nos había hecho sentir la edad. Por mi
parte, recién entonces entendí la relación comparativa que teníamos
frente a la computadora.
Más tarde,
aquel hombre que nos había querido y cuidado se volvió anciano y enfermó. Sé
que fuimos un consuelo para él en sus últimos tiempos, cuando otra vez
nos acariciaba y nos miraba con orgullo. Una vez, a mí en
particular me sostuvo una tarde entera sobre sus rodillas,
releyéndome, observando los subrayados y las anotaciones que me había
hecho tanto tiempo atrás, recorriéndome, saltando páginas, avanzando,
retrocediendo…
Fue la última vez
que estuvimos juntos.
Después, no era él
sino su viuda quien entraba a abrir las ventanas. Yo me sentía tan
triste por la ausencia de aquel hombre que no aspiré a ninguna
resistencia, y me sentí viejo de verdad y abatido. Al escritorio del doctor se
sentaban los nietos a jugar con la computadora, y a nosotros nadie nos limpiaba
ni nos re-ubicaba.
Hasta el día que
la viuda recibió a unas personas que nos observaron, midieron las
estanterías, anotaron, nos tomaron con las puntas de los dedos para
abrirnos y ver nuestra fecha de nacimiento, y estornudaron un par de
veces. Habrá sido entonces cuando arreglaron nuestro destino.
Una mañana, poco
después, un grupo de chicos que hacían bromas entre ellos y
escuchaban música con sus auriculares, nos metieron en cajas y nos
subieron a un camión. Ninguno sabíamos adonde nos llevaban. Nos bajaron aquí,
el instituto adonde el doctor trabajó toda su vida. Yo sentí un ramalazo de
satisfacción cuando lo supe.
Pero para mi
desgracia tuve que oír que no éramos bienvenidos. Con unas voces
fastidiadas, y a veces irónicas, dos o tres personas abrieron las cajas,
observaron lo que había, comentaron, retiraron algún libro de acá y de
allá, y luego cerraron las cajas otra vez. A mí no me retiraron.
Y nos trajeron a
este sitio oscuro y frío, un lugar de disposición final. No tengo ninguna
expectativa de que salgamos de aquí.
A veces, muy de
tanto en tanto, entra un muchacho que enciende la luz y revisa unas cañerías
que pasan encima de nosotros. Alguna vez les ha puesto un parche por una
pérdida de agua que de cualquier modo ya nos había mojado. Corrió unas cajas,
sacó a unos compañeros que dejó afuera, secándose, y luego se fue.
Y ahora el
único despierto soy yo. Todos los demás se han dormido y no han vuelto a
despertarse. Y yo rememoro mi origen sin estar seguro si podré
hacerlo otra vez.
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3 comentarios :
Qué buena descripción de la realidad! El cuento refleja tal cual lo que ocurre en cualquier biblioteca; trabajo en una especializada en Derecho y nos pasa con los libros viejos que donan, que no podemos ponerlos en los estantes por estar desactualizados (salvo los clásicos). Yo pienso que tienen que morir para dar paso a lo nuevo, concluyendo asi su ciclo de vida...como todo. Graciela_Nqn
Me encanto!!!, describe la obsolescencia del libro sobre los medios electrónicos, y por otro lado como bibliotecarios nos sentimos reflejados cada vez que recibimos una donación y seleccionamos sin preguntarnos el valor emotivo que han tenido para el dueño, ¿por qué ese y no otro libro en un universo de millones? ¿habrá sido una regalo de alguien querido? ¿habrá encontrado la verdad que buscaba? etc.,etc. y solo nos fijamos en su valor con respecto a nuestra colección, o su estado de conservación.
Me encantó...muy original la vivencia del libro, la descripción de la luz a medida q avanzan las estaciones, la desvaloración de esos tesoros que tantos buenos momentos nos han proporcionado...y pensar que todos más o menos estamos pensando en hacer lo mismo con nuestros ejemplares!!! Felicitaciones al autor por su creatividad al personalizar el devenir de objetos que hasta hace poco se consideraban tesoros.
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