9 jun 2016
Los itinerarios de los libros
1
Alguien encuentra un pelo entre las páginas
de un libro que ha tomado de una biblioteca pública en
una ciudad de 200 mil habitantes. “Un libro maravilloso”, dice. Al buscar las
fechas de los préstamos anteriores, descubre que solo salió de la biblioteca
dos veces: la primera, quince años atrás; la segunda, ahora. “Pediré que
cotejen su ADN y buscaré y abrazaré a esa persona y la invitaré también a una
cena”, anuncia este lector.
No sé si
la historia es verdadera, pero la cuestión de los itinerarios de los libros me
parece muy interesante. ¿Será cierto que ese libro no salió de ahí en quince
años? Si así fuera, esto no querría decir que nadie se interesó por él, porque
bien podría haber sido leído en la propia biblioteca, sin que esa actividad
quede registrada en ningún papel. Pero también podría ser que, en efecto, haya
estado durante tres lustros cerrado allí, durmiendo
el sueño de los justos, a la espera de un príncipe o una princesa que lo
despertara con el beso de su lectura. Y que, después de eso, ambos fueran
felices para siempre. Aunque el destino del libro vuelva a ser el estante de la
biblioteca, a la espera de un nuevo lector, quién sabe cuántos años después.
2
Supongo
que muchos lectores tenemos pequeñas historias curiosas relacionadas con bibliotecas
públicas. Contaré un par de las mías.
Hace
unos años tomé un ejemplar de Catedral, de Raymond Carver, en la edición
de Compactos de Anagrama, de una biblioteca pública de Madrid. Cumplido el
plazo del préstamo, tuve que devolverlo sin haberlo terminado de leer. Tiempo
después descubrí que había dejado un señalador (un marcapáginas que me habían
regalado y al que tenía cariño) en el punto exacto donde mi lectura se había
interrumpido. Por diversos motivos, no pude volver a la biblioteca en un par de
meses. Cuando por fin regresé, busqué otra vez Catedral, creyendo que ya
otro lector se lo habría llevado y se habría quedado con mi señalador. Sin
embargo, ahí estaba: nadie se lo había llevado en esos dos meses. El señalador
me estaba esperando. Sabía que yo iba a volver, un poco por reanudar y
completar la lectura de los cuentos, otro poco por él.
Hace no
mucho, encontré en una librería de viejo de Buenos Aires un ejemplar
del Libro de las memorias de las cosas, de Jesús Fernández Santos (cuya
foto ilustra este artículo). Corresponde a la primera edición de esta novela,
ganadora del Nadal de 1970, el premio literario más antiguo y uno de los más
prestigiosos de los que se entregan en España. Se terminó de imprimir en
febrero del 1971. Lo peculiar del caso es que —tal como informan diversos
sellos y un par de etiquetas—perteneció a la Kogarah Municipal Library. Kogarah
(tuve que googlearlo) es un suburbio del sur de Sydney, en Australia. Me generó
muchísima intriga cómo habrá llegado ese libro desde su Barcelona natal hasta
aquella pequeña ciudad australiana y luego a una librería de usados en el
barrio porteño de Caballito. Mandé un mail con preguntas a la biblioteca
municipal de Kogarah, pero nadie me respondió.
3
El
camino que han trazado los libros que llegan a nuestras manos, o el que han de
seguir cuando nosotros los soltemos, nos genera a muchos lectores una gran
curiosidad. Probablemente en el origen del BookCrossing —la práctica
de dejar libros en lugares públicos para que los recojan otros lectores, que
después deberían hacer lo mismo—se encuentre no solo el afán de promover la
lectura, sino también el de seguir la pista de los volúmenes dejan en su
circulación.
Participar
en el BookCrossing implica un riesgo: la desilusión de que quien encuentre el
libro nunca responda, ni informe de ello a través de ninguno de los métodos
previstos, de modo tal que el tiempo pase y la pista se pierda. Por eso, el
mejor modo de afrontar esta iniciativa es armarse de una paciencia casi
infinita. Porque la esperanza no se debe perder. Quién sabe si un día no te
llegará el mensaje de alguien que te avise: “Estoy leyendo aquel libro que soltaste hace cincuenta o sesenta años”.
Bien
mirado, a los escritores les ocurre exactamente lo mismo. Publican sus libros y
los ejemplares salen y se pierden por ahí: cada uno hace su camino. Imposible
saber cuánto tardará cada uno en encontrar sus lectores. Publicar un libro, de
alguna manera, también es soltarlo. Por fortuna, el propio oficio de escribir
ejercita la paciencia.
4
Supongo
que una de las causas de la curiosidad que nos generan los itinerarios de los
libros es la sensación de que, al leer,
no solamente algo del libro queda en la persona, sino también al revés: algo de
la persona queda en el libro. Y no solo al leerlo. ¿Quién no ha sentido, al
encontrar un libro con una dedicatoria amorosa, que aunque hayan pasado muchos
años y no tengamos ni idea de quiénes son el remitente ni el destinatario, las
buenas ondas, buenas vibraciones o como se las quiera llamar persistían entre
sus páginas?
Sé que
todo esto suena un poco supersticioso, un poco mágico. Pero tengo para mí que
incluso las personas más escépticas esconden, en algún rincón de su ser, un
espacio para creer en algo.
Aquel
lector que encontró un pelo entre las páginas de un libro maravilloso tomado de
una biblioteca pública, que quería analizar su ADN para abrazar al desconocido
lector-hermano e invitarlo a cenar, terminaba expresando el temor que le
generaba la posibilidad de que el pelo fuera suyo. “Y me tenga que buscar y
abrazar a mí mismo —decía—y después, para colmo, cenar a solas”. Esa también
sería, desde luego, una desilusión. Pero no cenaría solo, sino con el fantasma
del lector que él mismo ha sido y que olvidó.
Muchos
hemos vivido esa situación. Es una experiencia fascinante.
Fuente bibliográfica
Los itinerarios de los libros | Letras Libres. [en línea], [sin fecha]. [Consulta: 9 junio 2016]. Disponible en: http://www.letraslibres.com/blogs/marcapaginas/los-itinerarios-de-los-libros#.
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