En la Biblioteca de Babel imaginada por Borges, que contenía un ilimitado número de libros que combinaban de modo también ilimitado 25 signos, a los atribulados bibliotecarios podía sucederles que no reconocieran algunas de las lenguas en que estaban escritos.
Los bibliotecarios encontraban libros insensatos, donde los caracteres se agrupaban de cualquier modo y en cualquier orden; la repetición de las mismas tres letras a lo largo de cientos de páginas no puede pertenecer a ninguna lengua.
Pero también encontraban libros en dialectos, lenguas de regiones remotas o desaparecidas años atrás que ya nadie recordaba. Borges se privó de imaginar que los bibliotecarios no entendieran lenguas relativamente próximas por su historia o por la importancia que tienen en el mundo-biblioteca.
Precisamente lo que a Borges no se le ocurrió es lo que se puede imaginar que sucede en internet. Voy a dar un ejemplo. La palabra democracy arroja en Google un resultado de 69.300.000 menciones; la palabra democracia , de 13.200.000. O sea que las páginas en inglés quintuplican cómodamente las en español. Si busco la misma palabra en francés, encuentro siete millones de páginas; en portugués, cinco millones. Podría decir que con los trece millones de páginas en español me tiene que alcanzar.
Pero, antes de conformarme, quizá recuerde que la filosofía francesa desde el siglo XVIII hasta hoy consideró largamente el concepto de democracia; y quizá también se me ocurra que los políticos y pensadores brasileños son interesantes para pensar la democracia de manera comparativa. En ese momento, a lo mejor los trece millones de páginas en español dejan de alcanzarme. La duda agujereó mi certeza y daría cualquier cosa por estar en condiciones de leer una página en francés o en portugués. Si no leo esas lenguas siento como que me están ocultando algo y que justamente lo mejor quizá sea inaccesible. Internet tiene este poder: mostrar abiertamente aquello que alcanzo y aquello que me pierdo.
Una vez, una periodista inglesa me señaló que todos los argentinos creen que entienden el inglés, cuando a ella le parecía del todo evidente que no estaba tan generosamente distribuida la posibilidad ni de hablarlo, ni de leerlo ni, mucho menos, de entender lo que se dice cuando desaparecen los subtítulos de las películas o no se trata de una canción escuchada diez veces. Otra vez, un intelectual brasileño que, como la mayoría de los escritores y académicos del Brasil, hablaba castellano, me manifestó, con cuidadosa cortesía, la curiosidad que le causaba que yo no me esforzara en retribuir, con alguna frase dicha en portugués, la amabilidad de mis interlocutores paulistas. Me dio bastante vergüenza y tartamudeando quise explicarle que yo me atenía al castellano para no incurrir en el rústico portuñol de los turistas que llegan desde el sur a Florianópolis para pasar sus vacaciones.
Es cierto que la relativa pobreza en lenguas extranjeras, que parece acompañarnos desde que las elites dejaron de hablar francés y las capas medias creyeron que se arreglaban con un inglés que no conocían bien, tiende a disminuir entre los jóvenes (entre quienes, en cambio, no sé si aumenta la capacidad de lectura); es cierto que algunos responsables del sistema educativo declaran que la enseñanza de una lengua extranjera no es un adorno sino una destreza que, por razones de igualdad y justicia, deberá llegar a las escuelas monolingües donde van los más pobres.
También es cierto que, en la mayoría de los países europeos, se enseñan dos lenguas extranjeras en el secundario y, lo que es más importante aún, se las aprende. Pero volviendo a internet, si la actividad del navegante no se reduce a comadrear con los amigos que encuentra en las redes sociales y que podría encontrar en el barrio donde vive; si va más allá de las páginas de música, donde basta reconocer, como si se tratara de figuritas, los títulos de las canciones; si su actividad no se limita a la contemplación de su propio perfil en Facebook; en todos los demás casos, la Red no sólo le ofrece una masa gigantesca de textos sino fundamentalmente de textos que, en su mayoría, están en lenguas que no son la propia. Se me responderá que las páginas más exitosas, como Wikipedia por ejemplo, tienden a reproducirse en otras lenguas diferentes del inglés; y se señalará que la presencia del español, el chino y el portugués ha crecido más rápidamente que la del inglés en internet.
Sin embargo, la Web es cosmopolita por definición, mucho más de lo que lo fueron los libros que, por definición, están vinculados a una lengua nacional y, en el caso de la literatura, ese vínculo es de una fuerza extraordinaria. Quienes piensan que la Web es el mundo globalizado no pueden pasar por alto la cuestión de la multiplicidad de lenguas. Nos guste o no, en el mundo globalizado, la gente habla, además de su lengua, alguna otra. Parece absurdo cantar un himno a Internet en criollo básico. Salir de la propia lengua, aprender un sistema de diferencias, es la práctica más definitiva del interés por el otro y la forma menos reclamativa del pluralismo cultural.
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