17 feb 2009

La biblioteca de Babel, de la ficción a la pantalla



Distributed Proofreaders es uno de los sitios de internet donde están organizado y ofrecen trabajo voluntario las personas que tipean, escanean o corrigen los libros en versión digital que luego aparecen en Proyecto Gutenberg, de donde se bajan más de tres millones de libros por mes. Según informa Distributed Proofreaders la organización fue fundada en el año 2000 para apoyar la digitalización de libros cuyos derechos de autor hubieran pasado a dominio público. Desde su creación, Distributed Proofreaders ha digitalizado más de 14.000 libros, lo que equivale a casi dos mil por año. Como usuaria de Proyecto Gutenberg, leo estas cifras y experimento dos sensaciones al mismo tiempo: la satisfacción de que esos libros estén allí, a dos clicks de mi computadora, y la insatisfacción suscitada por la idea de que esos miles de libros son apenas un surco en el mar que va creciendo con cada minuto que pasa.


Desde hace un tiempo Google se ha propuesto la borgeana empresa de digitaliza ar todos los libros. La frase "todos los libros" suscita una idea de desmesura y optimismo a la que ya vamos acostumbrándonos los usuarios de internet. En la famosa e imaginaria Biblioteca de Babel, inventada por Borges como una de las formas de lo ilimitado, los incansables pero angustiados bibliotecarios recorren hexágonos del mismo tamaño sobre cuyas paredes idénticas se alinean los estantes también idénticos donde estarían todos los libros posibles, todas las combinaciones de letras y de signos. De esa Biblioteca, afirma Borges, nadie ha encontrado todavía el catálogo, pero como ella encierra toda combinación posible de signos, el catálogo debe lógicamente existir en alguna parte. Sin embargo, sólo el azar lo pondrá entre las manos de algún bibliotecario.


A diferencia de la Biblioteca de Babel, Proyecto Gutenberg, Google Books y otras bibliotecas virtuales tienen un buscador de nombres, de modo que no nos martiriza la pesadilla de saber que algo existe necesariamente pero que jamás será encontrado. Se trata, básicamente, de una mayoría de libros en inglés. Los que quieran libros en castellano podrán buscar en la biblioteca virtual del Instituto Cervantes, por ejemplo. Pero la cuestión de internet y las lenguas extranjeras es otro tema. La existencia de decenas de miles de libros en internet implica un proceso significativamente más complicado que el de subir un tema musical de tres minutos para que otros puedan bajarlo (ésa fue la forma de distribución gratuita de música, que se considera ilegal, iniciada por Napster con el nombre, en inglés, de peer to peer: de par a par, de igual a igual, o ¿por qué no? de amigo a amigo). Un libro impreso sobre papel no puede subir de inmediato a la red, después de una operación que el programa de computación hace relativamente sencilla. Si el libro se escanea, saltan centenares de errores que deben ser corregidos en una lectura de pruebas; si el libro se tipea, la antidad de errores puede ser ambién muy alta.


De allí la necesidad e los lectores de pruebas proofreaders) que ofrecen u tiempo gratuitamente para controlar la versión que se subirá la Red.Pese al trabajo de los lectores e pruebas, subsisten problemas, a que, en el caso de libros que han asado por muchas ediciones, es una cuestión complicada decidir cuál es la que será considerada como base para el libro digital. No voy a entrar en pormenores, pero baste decir que la mayoría de los libros llamados clásicos tienen ediciones establecidas por especialistas que han trabajado mucho para llegar a la conclusión de cuál es la versión definitiva y, por lo general, acompañan esta versión con informaciones sobre todos los cambios que ese texto en particular sufrió en manos de su autor o en ediciones posteriores a su muerte.


Pero dejemos de lado, por un momento, estos detalles para registrar simple e inocentemente la millonada de horas de trabajo que implica que los libros colgados en la Red vayan dando vueltas por los servidores de donde los bajamos para tenerlos en nuestra pantalla. Y pese a esa millonada de horas, todavía subsisten usuarios a la antigua de dos tipos. Por un lado, los que prefieren tomarse el colectivo e ir hasta la biblioteca más próxima o gastarse unos pesos en la librería del shopping, si es que allí encuentran lo que buscan. Estos usuarios, por razones de edad, seguramente están en vías de desaparición. Por otro lado están los usuarios a los que no les tiembla el pulso cuando clickean para bajarse un libro y cargarlo en cualquiera de los aparatos posibles de lectura, comenzando por la humilde computadora hogareña.


Son usuarios creados por la Red, que se han habituado a que los libros virtuales les solucionen los problemas, tanto como se han acostumbrado a prescindir de los libros de cocina y tipear, simplemente, "ensalada", "rabanitos", "alcauciles" para descubrir que en algún lugar del planeta a alguien se le ocurrió la combinación. Lo único que queda claro es que, dentro de unos años, cuando un lector se mude de departamento, las cosas van a ser mucho más sencillas. Mudar una biblioteca siempre fue de las peores tareas imaginables.


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