Por A. Rojo
Por el momento, la máquina (cuya sigla es, con claro optimismo, EBM) sólo imprime libros que no están protegidos por el copyright. Cuesta 140 mil dólares y hay sólo 13 en el mundo: ocho en Estados Unidos (una de ellas está en la entrada de la biblioteca de ciencia de la Universidad de Michigan), dos en Canadá, una en Australia, una en Londres y una en la Biblioteca de Alejandría, en Egipto. El 11 de febrero se hizo la primera muestra pública del modelo 2.0, que es más chica y costará la mitad que la actual.
La empresa responsable es On Demand Books, fundada en 2003 por Jason Epstein, ex director editorial de Random House y editor de Norman Mailer. La idea de Epstein era que la nueva generación en tecnología de impresión sería una máquina totalmente automática que podría estar en un café, en un hotel, incluso en aeropuertos y cruceros. Y resulta que un tal Jeff Marsh, que había trabajado en la industria automotriz, ya había estado pensando en una máquina que imprima libros automáticamente. En principio, la tecnología no parece difícil (no es “cirugía cerebral”, me dijo por teléfono Tim Metz, quien maneja las relaciones públicas de la empresa), pero había un obstáculo importante: el pegamento. El pegamento caliente que se usa en las imprentas se renueva constantemente y se endurece si no se usa. Eso no funcionaría en una máquina en la entrada del Tortoni, donde sería difícil predecir cuántos libros se imprimirían por día. Además, el pegamento tiene un olor muy fuerte. El truco de Marsh es hacer vibrar el pegamento con una especie de corneta ultrasónica. La vibración funde el pegamento que –del mismo modo que al agitar la botella el ketchup fluye a la hamburguesa– fluye hacia las páginas y las une en perfecta encuadernación. El libro queda indistinguible de uno en tapas blandas comprado en El Ateneo.
En el fondo, la EBM es una aplicación utilísima de internet, ya que una clave de su posible éxito está en el proyecto de Google Book Search de digitalización de todos los libros que existen, del que participan Oxford y varias universidades norteamericanas. El 28 de octubre de 2008, la asociación de escritores (Writers Guild), la de editores (Association of American Publishers) y Google llegaron a un arreglo en el litigio por el copyright de los libros digitalizados que, según escritores y editores, Google venía infringiendo. Google tiene que pagar 175 millones de dólares, pero el acuerdo (que excluye partituras e imágenes) permite un mejor acceso a libros agotados y maneras alternativas de comprar libros protegidos por el copyright.
La otra opción asociada al libro digital, que a mí no me entusiasma tanto, pero que tuvo mucha venta el año pasado, es la Kindle, que vende Amazon, y cuya versión 2 sale el martes 24 de febrero por 360 dólares más impuestos. La Kindle está muy buena ya que es una especie de libro electrónico que permite comprar libros conectándose a la red (desde cualquier lugar, incluido el taxi) por celular (usando sistema Whispernet, propiedad de Amazon) bajándolos a la Kindle en minutos.
Pero la EBM me gusta más porque es una tecnología que asegura la supervivencia del libro. A qué negar la ventaja literaria de internet, sus wikipedias, sus blogs, los diarios digitales, todas tecnologías que agregan sabores nuevos a nuestra hambre de palabra escrita. Pero con todo, el libro aguanta. Será porque nos conecta con placeres primitivos, con el olor del papel, con la sensualidad táctil al dar vuelta la página; porque tenerlo entre las manos se parece al arrullo, porque alteramos su apariencia al leerlo, porque dejamos en él un rastro, porque pertenece, como los instrumentos musicales, a esa protoforma intermedia entre lo inerte y lo vivo.
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