Francisco Solano
Si existiera, por algún lado, en esta primera década del siglo XXI, un émulo de Cansinos Assens, seguramente, a la hora de escribir sus memorias ya avanzado el siglo, se vería en un aprieto si tuviera que dar cuenta de lo que siempre se ha llamado experiencia literaria o mundo de las letras. Respecto a lo primero podría, tal vez, hilvanar su proceso de formación con relación a las obras que conformaron el fortalecimiento de su espíritu, pero poco podría decir del mundo literario.
La injerencia de Internet ha transformado por completo el universo de relaciones literarias y los blogs han sustituido los debates y las tertulias. Y se da el caso, bastante curioso, de que muchos best sellers que usan la teoría de la conspiración de telón de fondo, ya sea en la época de los primeros cristianos o en una trama de espionaje actual, han descartado el único lugar en que esa teoría es infalible: la galaxia Gutenberg, víctima de la confabulación de las nuevas tecnologías.
Estos cambios, tan apresurados y radicales, han desplazado aquel espacio pasional y humanístico del que surgieron, en nuestro ámbito, figuras como Larra, Baroja o Carlos Barral; hoy, pese a no carecer de prestigio, el escritor posee una proyección social mezcla de empresario de éxito y marca de fábrica.
El modo de relacionarse con los libros ha cambiado tanto
que cualquier tiempo pasado ya es leyenda.
De ahí que no sea extraño que, en el prefacio a Una especie en peligro de extinción, donde recoge sus mejores entrevistas a escritores norteamericanos -entre otros, Bellow, Bradbury, Ginsberg, Ellroy, Carol Oates, Neil Simon-, Lawrence Grobel deplore el espíritu disolvente de nuestra época: "No sé si los escritores", dice, "tienen el mismo poder sobre nosotros que tuvieron en el pasado, pero sí sé que nosotros nos hemos rebajado por el hecho de que no sean reconocidos del mismo modo que las estrellas del rock, las estrellas de cine o los deportistas profesionales".
La prosa es calamitosa, pero acierta al poner el acento en los protagonistas de la historia. La evidencia de esa "rebaja" salta a la vista. Pero esto hace más valioso, si cabe, el libro de Grobel; pues, con la sabrosa variedad de temas literarios y fobias -las observaciones de Carol Oates sobre boxeo y feminismo, por ejemplo, son estupendas-, seguimos el ritmo del pensamiento del escritor, y las preguntas colaboran sagazmente a que no caiga en la coquetería, tan tentadora para una efigie parlante. No es un repertorio de agudezas, sino una consulta a las voces que aún tienen algo que decir sobre la vieja pasión literaria, antes de que se extinga la figura del escritor.
Los cambios necesitan abastecerse de nostalgia, y lo que siempre permaneció en un ámbito restringido, hoy se puede airear gracias al ingenio y a la indeclinable porosidad de la literatura para abordar cualquier cuestión. A esto se dedica, con mucho talento, Camilien Roy en El arte de rechazar una novela, una brillante retahíla de vapuleos que utiliza todos los recursos imaginables para cerrar el paso al ciudadano que, tras la euforia de terminar una novela, la envía a un editor y espera pacientemente que sea aceptada. Son 99 maneras de decir no, 99 cartas de rechazo donde se retrata la ambigüedad, la amargura de la decisión, la deriva ideológica, el cansancio, las sutilezas y miserias de la profesión de editor.
Detrás de cada carta hay un personaje singular. Roy compone, más que un conjunto de voces diferenciadas, una suma de actitudes, y del friso general se desprende, para regocijo del lector, un humor tonificante, una higiénica autoburla muy apta para estos tiempos de crisis.
A un editor, al menos por contagio, se le supone pasión por los libros. Javier Azpeitia, además de editor, es novelista, hombre de heterogéneas lecturas, entusiasta de la intertextualidad, afanoso recopilador de textos con un tronco común y generador de propuestas editoriales que huyen de lo previsible, aunque no puedan evitar lo irremediable.
Ha coordinado un Libro de libros, donde no falta El libro de arena de Borges o las páginas del 'Donoso escrutinio' del Quijote, pero se desvía del modelo reiterado e incluye tres fragmentos de los Libros de Henoc, y la pasmosa narración La biblioteca del infierno, de Zoran Zivkovic, donde el castigo infernal consiste en leer eternamente y no poder dejar de hacerlo. La travesía de estas páginas lleva al lector de la infinitud a las llamas destructoras; del libro oculto, al viejo vicio de destruir los libros. En medio, Libro de libros depara toda suerte de magias y maleficios, y una certeza, o tal vez dos: que la sociedad no necesita los libros que amamos y que el libro, como bien advierte Azpeitia, es un objeto más inevitable que imprescindible.
El modo de relacionarse con los libros ha cambiado tanto que cualquier tiempo pasado ya es leyenda. En Mendel el de los libros, Stefan Zweig realiza un conmovedor retrato de un emigrante judío ruso, totalmente concentrado en la búsqueda de libros raros. Un librero de viejo que habilita su negocio en un viejo café de Viena, abstraído de todo, excepto de su prodigiosa memoria, para quien la realidad empieza y termina en el arte de la bibliografía. Con una suerte de santificación laica, Zweig traza admirablemente la figura desastrada del librero y su trágico destino, arrastrado por la burocracia de la guerra a un campo de concentración, acusado de colaborar con los enemigos del Imperio Austrohúngaro. La realidad histórica aplasta así a quienes se niegan a servirla, y el librero Mendel, el extravagante buscador de libros, se convertirá, para el narrador, en melancolía de la memoria.
La obviedad de que los libreros, junto con los bibliotecarios, han sido los más acreditados defensores del libro nos transporta a una realidad que se está despoblando de modelos de imitación. Aún quedan libreros, claro está, y, según la pauta común, si se deciden a escribir una novela, ésta será una defensa de la lectura, lo que sin duda indica que siguen aferrados a la hermosa quimera. Mary Ann Shaffer y Annie Barrows (tía y sobrina) han ejercido de libreras, de bibliotecarias y de editoras.
A Shaffer, que falleció en 2008, le corresponde el grueso de la documentación y la larga dedicación que hizo posible la existencia de La sociedad literaria y el pastel de la piel de patata de Guernsey, el único libro que escribió, una novela epistolar con evidentes dosis de encanto británico, capaz de transmitir el valor de la lectura como resistencia en una isla invadida por el ejército alemán.
No faltan historias, ni carecemos de testimonios que rememoran la excelencia del libro, pero ¿no indica su abundancia que el libro, en tanto que objeto, se está transformando, como los fantasmas, en materia de ficción?
Fuente: http://www.elpais.com/articulo/narrativa/hombre/desciende/libro/elpepuculbab/20090314elpbabnar_6/Tes
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