1 oct 2007
Los monasterios cuidan sus obras bajo siete llaves
‘Debe estar por aquí. A veces los libros son como animalitos, verá. Tienen miedo a los extraños". Mientras habla así, el hombre examina unas cajas de cartón que reposan sobre grandes repisas llenas de libros antiguos.
Es pequeño, menudo y lleva el cuello de la camisa doblado hacia arriba, como un papel arrugado. Se detiene, al fin, en una gran caja y sonríe. Regresa a ver, cómplice. La timidez del volumen ha sido vencida. Baja la caja con cuidado.La capa de pelón que lo recubre se descorre sobre la encuadernación de madera. Es imposible reprimir una sensación de vértigo cuando detrás de la primera hoja (el libro carece de portada) se lee en letras góticas Thomas Aquinas, Summa Theologiae. Al final del volumen, en números romanos se indica el año de edición, 1480.Las bibliotecas de fondo antiguo de Quito siempre han vivido -más allá de la vocinglería mediática- con la sensación secreta de poseer, entre sus volúmenes, el libro más antiguo de la ciudad. Se creía que era una crónica, de 1495, que reposaba en la CCE, luego otra, de 1485, que se encontró en la Universidad Central hace dos años.Leonardo Loayza, director de la biblioteca y del Fondo de Ciencias Humanas del Banco Central (BCE), sabe que no es verdad. Él también ha sucumbido a la vanidad del secreto.Su trabajo ha sido custodiar, silenciosamente, la bella edición de la ‘Suma teólogica’ de Santo Tomás de Aquino, esa catedral del pensamiento universal. El volumen, con sus coquetas ilustraciones de letra capitular y su rotunda tipografía gótica, disimula bien sus 527 años. Lleva una vida tranquila y retirada entre los seis libros incunables (aquellos editados entre la invención de la imprenta en 1445 y 1501) que guarda el fondo antiguo del BCE.En realidad los incunables son mucho más abundantes de lo que se cree. Cada biblioteca de cada monasterio de Quito, por ejemplo, conserva al menos uno. Y, a veces, cuando el azar ha sido pródigo, hasta más de una decena.Es el caso de la biblioteca Fray Ignacio de Quezada, del convento de Santo Domingo. El nivel de cuidado y conservación de los volúmenes de ese fondo es impecable. Siete personas están dedicados a la catalogación, conservación y restauración de los libros antiguos de la orden. De los 32 000 volúmenes que integran la colección, cerca del 70 % es de libros antiguos (editados entre la invención de la imprenta y 1830).La gestión cultural de la orden dominica ha logrado especializar a dos personas para la fijación histórica de los textos, amén de su catalogación trabajada con el programa Absys, cedido por la Biblioteca de Granada, en España. También se han agenciado un escáner adecuado en tamaño y técnica para libros de gran formato. Se mandaron a construir una caja fuerte ex profeso para guardar los 14 incunables que tienen y las rarezas de su fondo como una Biblia de cerca de un metro de longitud redactada en siete idiomas antiguos distintos. También hay una guía bibliográfica, de 1536 de la Biblioteca de París, cuyo interés radica, fuera de su contenido, en llevar impreso un ex libris del poeta español Lope de Vega. Por lo demás estas joyas y rarezas, en general, no se entregan a cualquier escrutinio. Hay un proceso muy minucioso, a veces infranqueable, para que un investigador pueda acceder a su lectura. Las órdenes religiosas, en general, son celosas con sus libros. La historiadora colonialista Rosemarie Terán ha tenido experiencia intentando entrar en esos recintos."La mayoría de las veces –comenta Terán- todo depende de la disposición del padre superior. A veces hay buena apertura y ayuda. Otras, solo silencio. Es comprensible por una parte porque esos fondos se han tardado siglos en formar y, finalmente, son privados. Pero cuando ha habido inversión pública debería haber sistemas claros de acceso". Se refiere especialmente al archivo y la biblioteca de la Curia Eclesiástica Metropolitana, que fue catalogada a principios de los ochenta con inversión del Banco Central. "Y, sin embargo, el acceso a esos documentos es muy difícil. Los horarios, las condiciones, todo aparta al estudioso de sus fuentes", sigue la historiadora.En general, el interés de los especialistas se ha fijado más en los archivos (donde se guardan actas, procesos judiciales, cartas u otros documentos de este tenor) que en la biblioteca. Hay algunos estudios que sí se ocupan de la historia intelectual del país que, mayormente, llegan hasta la fijación del texto, es decir su procedencia, el contexto de su impresión y su circulación por las bibliotecas de Quito o de la región. Pocos son los especialistas en la catalogación profesional de los libros de fondo antiguo. Según Patricio Carvajal,
‘Debe estar por aquí. A veces los libros son como animalitos, verá. Tienen miedo a los extraños". Mientras habla así, el hombre examina unas cajas de cartón que reposan sobre grandes repisas llenas de libros antiguos.
Es pequeño, menudo y lleva el cuello de la camisa doblado hacia arriba, como un papel arrugado. Se detiene, al fin, en una gran caja y sonríe. Regresa a ver, cómplice. La timidez del volumen ha sido vencida. Baja la caja con cuidado.La capa de pelón que lo recubre se descorre sobre la encuadernación de madera. Es imposible reprimir una sensación de vértigo cuando detrás de la primera hoja (el libro carece de portada) se lee en letras góticas Thomas Aquinas, Summa Theologiae. Al final del volumen, en números romanos se indica el año de edición, 1480.Las bibliotecas de fondo antiguo de Quito siempre han vivido -más allá de la vocinglería mediática- con la sensación secreta de poseer, entre sus volúmenes, el libro más antiguo de la ciudad. Se creía que era una crónica, de 1495, que reposaba en la CCE, luego otra, de 1485, que se encontró en la Universidad Central hace dos años.Leonardo Loayza, director de la biblioteca y del Fondo de Ciencias Humanas del Banco Central (BCE), sabe que no es verdad. Él también ha sucumbido a la vanidad del secreto.Su trabajo ha sido custodiar, silenciosamente, la bella edición de la ‘Suma teólogica’ de Santo Tomás de Aquino, esa catedral del pensamiento universal. El volumen, con sus coquetas ilustraciones de letra capitular y su rotunda tipografía gótica, disimula bien sus 527 años. Lleva una vida tranquila y retirada entre los seis libros incunables (aquellos editados entre la invención de la imprenta en 1445 y 1501) que guarda el fondo antiguo del BCE.En realidad los incunables son mucho más abundantes de lo que se cree. Cada biblioteca de cada monasterio de Quito, por ejemplo, conserva al menos uno. Y, a veces, cuando el azar ha sido pródigo, hasta más de una decena.Es el caso de la biblioteca Fray Ignacio de Quezada, del convento de Santo Domingo. El nivel de cuidado y conservación de los volúmenes de ese fondo es impecable. Siete personas están dedicados a la catalogación, conservación y restauración de los libros antiguos de la orden. De los 32 000 volúmenes que integran la colección, cerca del 70 % es de libros antiguos (editados entre la invención de la imprenta y 1830).La gestión cultural de la orden dominica ha logrado especializar a dos personas para la fijación histórica de los textos, amén de su catalogación trabajada con el programa Absys, cedido por la Biblioteca de Granada, en España. También se han agenciado un escáner adecuado en tamaño y técnica para libros de gran formato. Se mandaron a construir una caja fuerte ex profeso para guardar los 14 incunables que tienen y las rarezas de su fondo como una Biblia de cerca de un metro de longitud redactada en siete idiomas antiguos distintos. También hay una guía bibliográfica, de 1536 de la Biblioteca de París, cuyo interés radica, fuera de su contenido, en llevar impreso un ex libris del poeta español Lope de Vega. Por lo demás estas joyas y rarezas, en general, no se entregan a cualquier escrutinio. Hay un proceso muy minucioso, a veces infranqueable, para que un investigador pueda acceder a su lectura. Las órdenes religiosas, en general, son celosas con sus libros. La historiadora colonialista Rosemarie Terán ha tenido experiencia intentando entrar en esos recintos."La mayoría de las veces –comenta Terán- todo depende de la disposición del padre superior. A veces hay buena apertura y ayuda. Otras, solo silencio. Es comprensible por una parte porque esos fondos se han tardado siglos en formar y, finalmente, son privados. Pero cuando ha habido inversión pública debería haber sistemas claros de acceso". Se refiere especialmente al archivo y la biblioteca de la Curia Eclesiástica Metropolitana, que fue catalogada a principios de los ochenta con inversión del Banco Central. "Y, sin embargo, el acceso a esos documentos es muy difícil. Los horarios, las condiciones, todo aparta al estudioso de sus fuentes", sigue la historiadora.En general, el interés de los especialistas se ha fijado más en los archivos (donde se guardan actas, procesos judiciales, cartas u otros documentos de este tenor) que en la biblioteca. Hay algunos estudios que sí se ocupan de la historia intelectual del país que, mayormente, llegan hasta la fijación del texto, es decir su procedencia, el contexto de su impresión y su circulación por las bibliotecas de Quito o de la región. Pocos son los especialistas en la catalogación profesional de los libros de fondo antiguo. Según Patricio Carvajal,
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